Sostengo desde hace tiempo que en Asturias está todo en crisis menos la creación artística. Se explica, supongo, porque en los períodos de fiera decadencia suele aguzarse la percepción sensible y la pesquisa intelectual. Hay unos cuantos ejemplos históricos. La edición del Festival Internacional de Cine de Gijón (FICX) que hoy se clausura, salvada finalmente de las devoraciones pandémicas por las nuevas posibilidades tecnológicas, es otra prueba más en favor de la tesis de que vivimos un momento áureo de las expresiones del arte.

Aquí sólo pongo el foco, nunca mejor dicho, en la gozosa realidad en que se ha convertido el llamado “Nuevu Cine Asturianu”. Una evidencia de tal calibre que hasta las tribus maliciosas con asiento a este lado del Payares empiezan a aceptar (y a elogiar) su existencia. Las películas estaban ahí, pero había que verlas y esforzarse aunque fue un poco en atar conclusiones sobre una estética y hasta un ética compartidas.

El Festival de Sevilla, dirigido por el avilesino José Luis Cienfuegos, hizo patente a los asturianos que ni siquiera sabemos mirar bien lo que tenemos intramuros. Hace seis años premió a Ramón Lluís Bande, auténtico “chef de file” de los nuevos cineastas asturianos, y a Marcos Merino por dos películas basales: “Equí y n’otru tiempu” y “ReMine”. Iban a competir a la ciudad hispalense porque nadie les hacía caso en su tierra. Ya está bien con lo del profeta, esa cansina sentencia.

El “cosmopaletismo” triunfaba en Gijón. Las cosas empezaron a cambiar, por fortuna, con la llegada de Alejandro Díaz Castaño al FICX. Bande y Elisa Cepedal dieron la campanada. Y en esta rara edición, el “Nuevu Cine Asturianu” ha aportado una joyería a las secciones oficiales: Bande, claro. Pero atención a Celia Viada y a Tito Montero. Y a lo que vendrá.