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Hoy es siempre todavía || Adrián Conde | Mago y clown

“El llanto es un tabú y se trata de una emoción fundamental que es peor reprimir que soltar”

“A los 12 años perdí a mis padres y quedé con tres hermanos, el mayor de 16; estaba muy asustado por quién nos iba a cuidar”

Adrián Conde, a la entrada de LA NUEVA ESPAÑA en Oviedo. | IRMA COLLÍN

Adrián Conde (Buenos Aires, 1978) se lanza a un espectáculo de teatro con sonrisitas y más de una lágrima. El mago y clown estrenará “Recuerdos” el 5 de febrero en Los Canapés, Avilés, si las restricciones del covid lo permiten.

–Es autobiográfico sacar algo que tenía guardado desde pequeño y transmitir otra emoción al público. Siempre tuve la sensación de que el llanto es un tabú –“no llores”, dice el abuelo al niño que se daña la rodilla en el parque– cuando se trata de una emoción fundamental y reprimirla es peor.

–¿Es época para hacer llorar?

–Sí, porque haces catarsis. Cuando le propuse el espectáculo al director, Pep Vila, me dijo: “Esto es un ‘palazo’, van a llorar los niños”. Le contesté: “Eso busco. Toda mi vida he estado haciendo reír”. Es un viaje por las emociones que lleva de la sonrisa a la lágrima y termina positivamente. El payaso es un navegante de las emociones: no las oculta y se ve vulnerable.

–¿Qué tenía guardado de su infancia?

–Cuando yo tenía 12 años mi padre estaba enfermo de cáncer –cosa que yo sabía pero sin entender su magnitud– y mi madre murió repentinamente, de un paro cardiaco. Recuerdo a mi padre cuando se enteró, con la mano en la cabeza pensando: me queda menos de un año y tengo cuatro hijos. El mayor tenía 16 años. Soy el tercero. Nos tuvimos que apañar, crecí de golpe y vendí revistas en los autobuses.

Su padre, Francisco, gallego, tenía una fábrica de zapatos y su madre, Margarita, hija de españoles, era ama de casa. Rodrigo, Fernando, Adrián y Melina se criaron en un buen entorno económico y en 1992 quedaron sin amparo en un chalé de Floresta, una zona de clase media-alta de Buenos Aires.

–¿Cómo lo vivieron?

–Unidos. Pasamos de matarnos a hacer piña y cada uno encontró su camino, pero en casa era tabú llorar. Cada uno lo hacía en su sitio, sin mostrárselo al otro.

–¿Cómo llegó al espectáculo?

–Tocaba la armónica en una banda de blues adolescente. Era muy tímido y a los 14 años, para soltarme la vergüenza, empecé a estudiar teatro en una escuela municipal y aparté la música.

–¿Descubrió la magia...?

–A los 18 años. Sabía hacer un poco de malabares y algunos juegos con las cartas, pero unos chicos que sabían más me hablaron de la Escuela de Fu Manchú, que en febrero empezaba las clases. Estaba de vacaciones en Villa Gessel, en la costa, donde dormía en una casa de aperos, pero volví a casa para no gastar y pagar la matrícula.

–Con esa situación económica, ¿le apoyaban en casa?

–Mi hermano mayor, que hacía de padre, me dijo: “Haz lo que quieras, pero tómatelo en serio, como un trabajo”. Entonces trabajábamos todos entre 12 y 14 horas. Repartía periódicos en bicicleta de 5 a 7 de la mañana, luego iba al instituto, echaba una siesta y por la tarde era ayudante de fontanero.

–¿Cuándo llegó a España?

–A los 22 años, siguiendo a mi hermano Fernando, vine a Tenerife. Él trabajaba en la hostelería y yo hacía espectáculos de magia en un barco para turistas. No sabía inglés ni alemán, y me apoyaba en la música y en lo gestual. Ahí me empecé a interesar por el mimo y la expresión corporal e hice cuantos cursos intensivos salían.

–¿Cómo llegó a Asturias?

–A los diez meses, siguiendo a una novia de Gijón. Desperté al salir del túnel del Negrón y llovía; volví a despertar en Mieres y llovía. A los dos días salió el sol y cambió la expresión. Vi una función de clown en el teatro Jovellanos e investigué en internet. Quería hacer espectáculos en la calle, a la gorra. En Argentina se respeta mucho. Hacía malabares en un semáforo de Pablo Iglesias y avenida del Llano, pasaba el sombrero, saludaba y no quería que pensaran que pedía. Trabajé en los Jardines de la Reina hasta hace muy poco y durante seis años recorrí toda España con espectáculos a la gorra.

–¿Le gustaba hacerlo?

–Claro. Doscientas personas están a lo suyo y, de pronto, inicias un espectáculo, captas su atención y los retienes una hora. Ganaba 300 euros diarios con números originales míos de magia y humor. Lo hacía en el semestre largo del verano con Pablo Picallo, un amigo de la infancia. Iba de pueblo en pueblo en una furgoneta equipada.

–¿Y los otros seis meses?

–Iba a Argentina a formarme en la escuela de circo y hacía cursos de dramaturgia. En 2008 me di cuenta de que los que trabajaban para espectáculos del Ayuntamiento cobraban cinco veces más, me hice autónomo, construí la página web y empezaron a contratarme en Dubái, Singapur, Taiwán, Corea, casi toda Europa, Canadá, México, Brasil, Chile, Argentina, Egipto, mucho mundo. Como aquí me asociaban a los espectáculos de calle, estaba en un teatro de 800 personas en Italia y en Asturias creían que vivía bajo un puente.

–¿Cómo llevó el confinamiento de la pandemia?

–Desde hace tres años Carolina, mi pareja, y yo formamos un gran equipo familiar y profesional con nuestra distribuidora de espectáculos. En el confinamiento trabajamos telemáticamente, a veces gratis, a veces contratados, pero me focalicé en escribir “Recuerdos”, investigar cómo funciona la memoria y crear el espectáculo con el director. Después de 25 años solo, pasé a ser dirigido.

En el espectáculo han intervenido quince personas. Félix Corcuera es el asistente de dirección. En escena solo se ve a Adrián Conde, pero hay tres personas. Al actor Nacho Camarero solo se le ven las manos.

–¿Cómo conoció a Carolina?

–En Buenos Aires, de vacaciones, el 17 de febrero de 2006. Nos enamoramos, vine, mantuvimos la relación y el 17 de julio vino a recorrer España entera en la furgoneta. Nos casamos dos años después. Es bióloga, pero no le convalidan el título y trabajaba vendiendo mi espectáculo. Gracias a que es muy organizada y metódica yo solo dedico mi tiempo a lo creativo y avancé muchísimo.

–¿Tienen hijos?

–Gael, de 9 años, y Olivia, de 5. Vienen en nuestros viajes si me contratan por más de cinco días.

–¿Les transmite lo que cuenta en su espectáculo?

–Sí, que tienen que aprender a gestionar sus emociones sin reprimirlas. El otro día me preguntaban: ¿qué vamos a hacer si te mueres? La pequeña decía que debí de haber pasado mucha tristeza. Más que tristeza estaba muy asustado, no sabía quién nos iba a cuidar.

–Lleva 19 años en Gijón. ¿Qué tal se defiende desde aquí?

–Casi soy asturiano. Tengo amores y desamores. Siempre pienso que si voy a Madrid o a Barcelona, donde supuestamente se cuece lo mío, ahorraría para venir de vacaciones. Se vive tranquilo, con cosas de gran ciudad y de pueblo. En el mundo tan global podría estar en la montaña. Estamos enamorados de Asturias y tengo público que me vio en su niñez.

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