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Crítica / Música

Orientalismo a la francesa

Buen cierre para una temporada que logró sortear la pandemia

Ekaterina Bakanova, a la izquierda, en el Campoamor.| Iván Martínez

Casi como un milagro comenzaron el lunes las funciones del último título de la actual temporada de ópera. En España, apenas dos o tres teatros, entre ellos el Campoamor, han conseguido mantener a flote la programación lírica inicialmente prevista. En el resto de Europa también las consecuencias de las restricciones de la pandemia de covid-19 han truncado la mayor parte de los proyectos. Por eso hay que resaltar la férrea voluntad de la Ópera de Oviedo que ha sido un ejemplo especialmente para las instituciones públicas que, al mínimo contratiempo, acuden raudas a las cancelaciones. La Fundación Ópera de Oviedo hay que recordar que es una entidad privada –con importantes ayudas públicas– y que el hecho de sacar adelante la temporada con la terrible y necesaria reducción de aforo, sin duda va a tener un fuerte impacto en sus cuentas. Pero antes que luchar por una economía saneada la fundación lírica decidió dar el servicio público, permitiendo a la ciudadanía el acceso a la cultura.

“Les pechêurs de perles” de Georges Bizet es una obra aún vigente en el repertorio, pero quizá con menos fuerza que en pasadas décadas. Estrenada en 1863, un joven Bizet anticipó en la pasión del relato y el discurso musical ciertos rasgos que más adelante eclosionarían en el verismo. Después de “Carmen” es su ópera más representada y ha sido defendida por sucesivas generaciones de cantantes, enamorados del arrollador vigor melódico de la obra. Los tres protagonistas tienen aria importante y dúos de encendido lirismo y los números corales adquieren gran protagonismo, todo ello concebido en estructuras cerradas, compartimentadas. Es un exotismo a la francesa, muy de cartón piedra, nada verosímil, envuelto, eso sí, en una orquestación matizada, limpia, que alcanza sus cimas en los expresivos dúos o en la célebre aria de Nadir. El argumento es tremebundo y, al final, se rescata del mismo un triángulo amoroso, salpimentado por una historia de amor, celos, venganza, arrepentimiento y compasión que es verdaderamente infumable por la falta del menor resquicio de verosimilitud dramatúrgica. Lo salva la belleza de la música que, al menos, sí logra recrear con acierto los pasajes de mayor carga emotiva. La antigua Ceilán no es más que un telón de fondo para entretenimiento pequeñoburgués. Es casi una anécdota.

El peso del trío vocal protagonista es absoluto y requiere de intérpretes de enorme solvencia, con una técnica vocal depurada y un dominio estilístico que permita mostrar en plenitud una ópera en la que uno de sus mayores problemas es el de encontrar el tono adecuado que ha de ir más allá de un canto meramente exhibicionista. El virtuosismo aquí tiene que ir por otro lado, por el dominio de un tiempo lento, casi de ensoñación, que es el que logra que la música fluya con la morbidez precisa. Estamos ante una partitura erizada de dificultades, aunque estas no hay que buscarlas en el alarde vacuo sin más sentido que el de impresionar a públicos incautos que valoran la calidad en función de los decibelios.

Albelo cumplió con creces su cometido, entregado como él es de costumbre; Ekaterina Bakanova aportó refinamiento, firme coloratura y una emisión vibrante

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El estreno del pasado lunes funcionó correctamente y el público disfrutó con ganas. Puede que muchos descubrieran una obra que no se representaba en el Campoamor desde 1981, año en el que la cantaron Mariella Devia y Alfredo Kraus que fue su defensor en Oviedo desde el año 1958, nada menos que en las cinco ocasiones en las que el título se llevó a escena. Imagino que estarían en el estreno algunos “viudos krausianos”, al modo de aquellos deudos de la Callas en la Scala de Milán –aunque con la pandemia de por medio uno ya no está muy seguro de nada– y este peso de la historia, sin duda suponía un motivo de presión para el tenor Celso Albelo. Cumplió con creces su cometido, entregado como en él es costumbre, vigoroso en los dúos, especialmente en “Au fond du temple saint” con Zurga, y hermosamente expresivo en la célebre “Je crois entendre encore”. Algún sonido velado en el primer tramo de la velada no impidió que consiguiera una notable interpretación que, a buen seguro, crecerá en las próximas funciones. El refinamiento, la seguridad en el registro agudo, la firme coloratura, la emisión vibrante y la encarnación dramática del personaje minuciosa, cuidada fueron las características principales de Ekaterina Bakanova, evocadora Léïla, siempre con el tono interpretativo adecuado. Consiguió, por su parte, Borja Quiza interpretar a un Zurga que convence por partida doble, vocal y escénicamente -sus intervenciones con Albelo, de hecho, están entre lo mejor de la velada-. El desarrollo del rol es impecable y se asienta en una fortaleza que tiene una baza clave en la decidida presencia escénica de Quiza. Completa el elenco un seguro Felipe Bou, con una magnífica prestación como Nourabad. En esta obra el coro está siempre en primer plano. El de la Ópera de Oviedo demostró, una vez más, que es un pilar importante porque siempre suma, pese a una temporada como la actual especialmente dificultosa desde cualquier punto de vista. Sus intervenciones fueron brillantes, seguras, bien resueltas, fueron la nota predominante y cierra el ciclo por todo lo alto. Seguimos sin saber qué ocurrirá en el futuro con la agrupación. Supongo que en los próximos meses tendremos novedades al respecto.

En el foso José Miguel Pérez Sierra, una de las batutas habituales del Campoamor, trazó un discurso musical decidido en el que, pese a la merma de efectivos por la normativa covid, brindó una versión compacta en la que el color orquestal fue protagonista. Siempre atento a las voces no descuidó el etéreo entramado tímbrico de la orquestación de Bizet. Una magnífica versión la suya. Correcta Oviedo Filarmonía, cumplidora y aportando calidad, aunque el arpa, en este título tan expuesta, no aportase el adecuado refinamiento que la partitura exige. Este tipo de altibajos no deberían producirse en una formación profesional.

La puesta en escena, en una producción que la Ópera Comique de París realizó en colaboración con la de Bordeaux y la Royal de Wallonie, fue ideada por el director de escena japonés Yoshi Oïda. Mueve la acción del antiguo Ceilán al desparecido reino de Ryûkyû manteniendo el orientalismo que impregna la endeble historia llena de trampas argumentales y de la que no es fácil salir indemne sin caer en el ridículo. Oida consigue darle la vuelta a través de varios elementos: una narrativa sucinta, muy depurada en el discurso narrativo, claro y sencillo, también gracias a una escenografía abstracta, de enorme simplicidad, simbolista y capaz de recrear las distintas atmósferas a través de tenues cambios, mediante un magnífico diseño lumínico de Fabrice Kebour. Hay en su mirada de la obra una delicadeza que beneficia a los personajes y que centra la atención en la pasión que los desborda y que, al fin, es el motor del drama.

La próxima temporada, si la vacunación avanza, “Nabucco”, “La flauta mágica”, “Lucrezia Borgia”, “La Bohème” y “Adriana Lecouvreur”. La crisis aprieta y “los cuarenta principales” también aquí son buen recurso cuando vienen mal dadas. Esperemos que en septiembre tengamos ya normalidad lírica. Será la mejor noticia.

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