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La nueva ley de la “muerte digna”

El largo camino de Doerte Lebender a la liberación

La alemana enferma de esclerosis múltiple que esta semana recibió la eutanasia en Ibiza a los 59 años quiso dejar testimonio detallado de su proceso: “No es un suicidio, quiero liberarme de mi cuerpo”

Doerte Lebender con su amigo y cuidador Artur Rettenberger. | A. R.

Doerte Lebender no se alarmó cuando a los 24 años le diagnosticaron esclerosis múltiple. Ni sabía qué era eso. Al salir de la consulta se lo contó a su pareja de entonces. Tampoco entendió por qué él lloró. Total, sólo tenía migrañas y esos puntitos negros en el cerebro que aparecían en el escáner. Cierto que se cansaba cuando caminaba por la ciudad, que de vez en cuando paraba frente a los escaparates para, disimulando, tomar aliento. Nada más. La enfermedad quedó en un segundo plano. Hasta hace 10 años.

Deportista, trabajadora, Doerte –cuyo apellido en alemán significa “La que vive”– era mezzosoprano, estudió gastronomía en Salzburgo (Austria), donde ocupó un puesto en la oficina de turismo. Nunca fumó ni bebió, salvo algún Baileys, su último chupito antes de «irse de viaje» para siempre el pasado miércoles, tras serle administrada la eutanasia. “Siempre tuvo una vida sana. Hasta hace un año, cuando visitó al neurólogo, seguía convencida de que podría recuperarse. Hasta ese momento siempre tuvo la fe firme de que podría superarlo”, indica Artur Rettenberger, el amigo que la cuidó hasta el final. Aquel doctor fue claro con Doerte: “Le dijo que ya no había posibilidad de que evolucionara positivamente, de que pudiera bailar o andar de nuevo”. Le habló de un medicamento experimental que… Pero Lebender se negó a seguir por ese camino. Su mayor temor era quedar prisionera en un cuerpo que no le respondiera: “Antes que la enfermedad se apodere de mí, me voy”, avisó cuando empezó a notar que la esclerosis múltiple se manifestaba crudamente.

Vio la luz cuando el actual Gobierno aprobó la Ley Orgánica de regulación de la eutanasia (que entró en vigor el pasado 25 de junio): “Empezó a relajarse. Fue como un alivio, una liberación, como si viera el final y dejara de luchar”, explica Rettenberger. Pero al mismo tiempo, la enfermedad comenzó a acelerarse: “Fue como si hubiera soltado las riendas. En un mes perdió la movilidad de un brazo”. Luego la de un párpado.

El mercadillo de la muerte

Antes de que la eutanasia fuera despenalizada, Doerte Lebender barajó todas las opciones. La angustia aumentó con la pandemia, que retrasó la aprobación de la ley. Pidió a su amigo que la ayudara a morir: “Empecé a investigar cómo hacerlo: medicamentos, maneras, dónde, cómo… Casi lo compro todo. Por 500 euros. Había que mandar el dinero a una cuenta de Senegal. No caí. Existe un mundo oculto de gente desesperadísima y otro de gente que se aprovecha de los desesperados. Flipé con todo este mercadillo de la muerte. Paré, me di cuenta de que yo no podía hacer eso, que me la jugaba. Y no sólo porque me podían meter en la cárcel. Era, además, una cuestión de ética: la dignidad pasa por que sea legal. La ley de la eutanasia se hizo para personas como ella, para que puedan tomar esa decisión con dignidad y libertad. No te la puedes jugar enviando dinero a Senegal: no sabes a quién irá a parar, pero incluso si te remiten algo, no sabes qué es”, afirma Artur, su abnegado cuidador, a costa de su propia salud: tiene una hernia, perdió mucho peso en el proceso, quedó agotado física y psicológicamente. Antes de esta última etapa, antes de que Doerte ya no pudiera escribir con las manos, ni poder tomar notas, de desconcentrarse, de perder toda su fuerza, viajaron por Europa en busca de soluciones. Visitaron hasta a un homeópata que la inoculó agua en el hombro: la broma costó 150 euros.

El legado

“Hoooolaaaa”. Es el saludo habitual de Doerte Lebender al llegar a su vivienda. Arrastrando las vocales, dulce y cálido como un glühwein, un vino caliente, especiado. Suena a auténtica bienvenida. Es 14 de septiembre, el primer contacto que Doerte tiene con el periódico “Diario de Ibiza”, del mismo grupo editorial que LA NUEVA ESPAÑA. Ella misma ha querido contactar con el diario. Quiere “dejar un legado”, que se cuenten sus días finales, que pueda explicar su decisión. Esa bienvenida se repetirá hasta el mismo 27 de octubre, día de su fallecimiento. Hasta entonces ni un mal gesto, ni un pesar, ni una maldición, ni un pobre de mí. Quiere morir, o irse, como lo llama ella, pero al mismo tiempo es positiva. No tiene fuerzas ni para pulsar un botón, pero no le falta energía. No para de sonreír (con la boca y los ojos) y de dar gracias. De hecho esos fueron los gestos y las palabras más repetidas el día en el que empezó “el gran viaje”.

Lebender permanece sentada en un sillón con respaldo móvil. A su lado está la cama de “Jacky”, una perra muy grande, muy cariñosa y de 11 años. El apartamento es minúsculo. Casi toda la habitación de Lebender está ocupada por una cama articulada, como las de los hospitales, que está llena de cojines para fijar sus piernas. En la mesilla hay una pomada que usa para su cabeza, un antibiótico, diclofenaco para la piel, aceite oxigenado para la epidermis y un jabón de rosas que le regaló su madre, que quiere oler cada noche antes de ir a dormir y que siempre, en broma, amaga con morder.

Preparando el viaje

Desde hace un mes están “preparando el viaje”. “Estamos recogiendo cosas, mucha ropa, cinturones, zapatos. Cada vez quedan menos objetos. Quiere tener las maletas hechas antes de irse. Esto para mamá, este paquetito para una amiga, los que vienen de visita se llevan algún objeto…”, detalla el amigo cuidador. Cada semana aparecen más huecos, la casa se va aclarando, se ensancha. “Yo creo en la idea de que me iré de viaje. Es malo pensar que vas a morir. Tengo la sensación de que voy a iniciar un periplo muy largo”, apunta Doerte Lebender. Cada vez que habla necesita mucho tiempo para expresarse, pues le cuesta articular la mandíbula. A veces le faltan las palabras y recurre a Rettenberger.

Ese 14 de septiembre aún no tenía el visto bueno de la comisión de garantía y evaluación que vela por el correcto desarrollo del proceso eutanásico, pero confía tanto en lograrlo que ya organiza su periplo hacia lo desconocido. Lebender se aferra a esa idea: “Tenemos un cuerpo que muere, pero tu alma tiene que ir a algún sitio. Cuando lo haga podré acudir a todos los sitios que no puedo ir ahora, y visitar a todas las personas que ahora no puedo ver. Eso me hace sentir bien”.

De andar a caer

“Me diagnosticaron esclerosis múltiple a los 24 años. Pero lo peor empezó hace 10 años. Es cuando comencé a sentirme fatal. Primero empecé a andar mal”. Rettenberger recuerda que al principio, cuando residía en una casa de campo de Santa Agnès, se apoyaba en las paredes para caminar trayectos de tres o cuatro metros: “Cuando vino a vivir a este apartamento comenzó a caerse muchas veces. Iba al baño y se caía. Empezó a llamar a la Policía Nacional cada vez que acababa en el suelo pues no podía levantarse por sí misma. Venían los nacionales y la ayudaban. Hubo épocas en que llegó a llamarlos 10 veces cada jornada”. Algunos se lo tomaron mal, otros jamás rechistaron.

Insiste en que no quiere seguir así: “La esclerosis múltiple progresiva degenerativa es una enfermedad horrible. Al principio, cada cuatro meses sentía que perdía facultades motoras. Ahora, cada dos semanas. Cada vez tienes menos movilidad, pero no mueres. Podría vivir 20 años más así. Es horrible. No quiero seguir de esta manera. Mi cabeza funciona aún, aunque mi doctora dice que, con el tiempo, es posible que mi cabeza también falle. No quiero llegar a ese extremo. Mi corazón continuará latiendo mientras mis músculos se degeneran”.

A veces, Rettenberger tiene que golpear su espalda para que expulse una flema: “Ya no puede toser si se le acumula en la garganta. Se ahoga”. Está muy atento: en la caja de bombones que le trae un amigo hay uno que tiene una almendra. Ojo, avisa a Lebender: “Podrías atragantarte”. También pierde facultades cognitivas: “Ya no llama a los objetos por su nombre: todo es esa cosa. Dame esa cosa, tráeme esa cosa… Le digo que haga el esfuerzo de decir cada nombre, pues son los primeros signos de que está perdiendo también esa facultad”. “¿Qué me queda por delante? Siento que me encojo, que cada vez pierdo más y más de mí misma”, justifica Lebender. “A veces salimos a tomar el sol y no llegamos ni a Ignasi Wallis (a pocos metros de donde vive) porque se agota, y eso que la llevo en silla de ruedas. Su batería se acaba cada vez más rápido”, detalla Rettenberger. “Pero mi cabeza –replica Lebender– funciona, va como una rueda, se mueve como no puedes imaginar. Tengo la cabeza muy viva, pero no puedo hacer nada, y eso me molesta mucho. Me gustaría poner orden en el piso, pero soy incapaz y no puedo decir a Artur que lo haga todo”.

Aquel 14 de septiembre Doerte esperaba impaciente que la llamaran para comunicarle que se aceptaba su solicitud de prestación de ayuda para morir: “Para mí será una liberación total. Cada noche, cuando me acuesto, pienso en lo maravilloso que sería dormir y no volver a despertar. Ahora sé, estoy convencida, que llegará un momento en que me dormiré y no volveré a abrir los ojos. Me soltaré de este cuerpo. Es que cada vez soy más dependiente. Ya no es sólo por mí, es por quienes tienen que cuidar de mí”. Y mira a su amigo. No puede estirar sus dedos, se le agarrotan. Rettenberger se los relaja y extiende, y ella respira aliviada, como cuando le marca una cruz en la frente.

¿Cómo vive esa cuenta atrás? ¿Le angustia? “No, estoy en calma. Estoy tranquila. Seguro que hay gente que tendría miedo ante esta situación, pero yo me siento cada día más relajada. Más aliviada”. Sólo parece preocuparle en ese momento una cosa: “Por favor, que en el artículo aparezca sólo Doerte, pero nunca Margarette, en todo caso sólo la M. Odio mi segundo nombre”. Su madrina, que se llamaba igual, también tenía manía a su nombre, recordó, bromeando, el mismo día en que se le administró la eutanasia. “Doerte, sin embargo, me gusta mucho porque significa “regalo de dios”. Es muy bonito”. “Ella sí es un don de dios”, dice Rettenberger.

“Esto no es suicidarse”

Tenía claro incluso cuándo quería morir: deseaba que fuera un miércoles y que ese día tuviera al menos un 7. Lo miraron en el calendario y vieron que en octubre había un 27 que era miércoles: “Es perfecto”. Semanas más tarde su madre le recordaría que su abuelo murió justo ese día: “Sé que me esperará al otro lado de la ventana”. La de la cocina, que quiere que se abra cuando expire para que su alma salga por ella.

Lebender quiere que lo que ha vivido hasta lograr que le acepten la eutanasia se convierta en su legado: “Debe publicarse mi historia porque muchas personas no entienden la eutanasia, no la aceptan. Quiero dar testimonio. Quiero ayudar a quienes tienen dudas sobre si es bueno o no optar por morir de esta manera. Es una decisión difícil. Una cosa es hablarlo, otra es vivirlo”. E insiste en distinguir la eutanasia del suicidio: “Lo que quiero hacer no es un suicidio. Lo que quiero es liberarme de mi cuerpo. La situación de mi cuerpo se agrava cada día, va a peor. Irme es una liberación. Pero no porque yo no quiera vivir. Me gusta la vida, pero no así. Ya no puedo hacer nada. Me despierto por las mañanas y Artur me tiene que dar el desayuno, me levanta, me coloca en el sillón… Y ya está. No puedo hacer nada por mí misma. No puedo ni apretar los botones para cambiar los canales de la televisión. Ni siquiera la alarma de la Cruz Roja [desde la que avisan a Rettenberger]. A veces la golpeo con la barbilla o con los dientes para activarla”. Una semana antes, tardó una hora en apretar ese botón: “Cuando llegué estaba bañada en sudor. Desde aquel día tiene dolores y una contractura en la espalda”.

Una vez tomó la decisión de pedir ayuda para morir, meditada durante tres años, surgieron en su mente cuestiones que hasta entonces ni se había planteado: “Por ejemplo, cómo se lo digo a mi madre [Ilse], cómo se lo cuento a mi hermano [Andreas]. Tenía mucho miedo a que mi hermano me rechazara. Pero un día me dijo, ‘te entiendo’, aunque directamente no le hablaba de eso. Todo esto es un largo camino en el que son muy importantes los lazos afectuosos, los seres queridos, mi perrita… Pero ya he sufrido mucho, quiero irme”.

“Dulce y positiva”

Sorprenden dos cosas de Doerte Lebender. Una, su sonrisa y dulzura. No la pierde ni en estos momentos. Otra, que pese a saber que se acerca su muerte siga siendo tan positiva: “En esta situación, otras personas lo viven de otra manera. Ella fue una vez a un centro de rehabilitación en Alemania. Los demás pacientes de esclerosis estaban blancos, con ojeras, tristes. Ella se lo toma de otra forma”, cuenta su cuidador, Artur Rettenberger. “Los demás –continúa ella– se preguntaban allí, ¿por qué yo, por qué yo tengo esta enfermedad? Yo lo acepto, es así. Siempre he luchado contra la esclerosis múltiple. Hago lo que puedo”. No se rinde, confirma Rettenberger: «Hasta hace poco, pedía a un fisioterapeuta que le enseñara ejercicios para aumentar su musculatura, aunque él la advertía de que ya no era posible esa mejora. Siempre pensó que volvería a levantarse”. ¿Hasta cuándo lo pensó? «Hasta hoy», exclama Lebender, y se ríe, no está claro si porque es así de optimista o porque lo ha dicho bromeando: “No puedo imaginar que, con voluntad, no puedas cambiar algo”. Pero es consciente de su estado y de que no puede esperar imposibles.

Sin tregua

Aunque no estaba dispuesta a dejarse vencer, poco a poco se convenció de que la esclerosis múltiple ya no le daría tregua: “Desde hace tres años acepto la idea de la eutanasia, la tomo con calma. Pero hay que respetar los tiempos, pensar, es un proceso largo, una evolución que empezó hace tres años y que aún sigue”. Rettenberger considera “acertado” que la ley contemple que el proceso se pueda detener en cualquier momento. Hasta el último minuto. “Eso, poder decir stop en cualquier instante, me ha dado calma”. ¿Y ha pensado en algún momento parar? “No. Nunca. No he tenido dudas. Nunca he querido detenerlo. La enfermedad es la que no para. Avanza, avanza, avanza. Cada vez más rápido”. Esa evolución también ha moldeado su forma de ser: “Tenía una personalidad arrolladora. Era algo arrogante. Le solía decir que era una piedra que tenía que convertirse en agua, fluir. Y eso está pasando ahora. Todas sus durezas se están ablandando”. “Aprendo mucho de esta enfermedad, por ejemplo a dejar fluir las cosas. Ahora soy lo opuesto a lo que era”, confiesa Lebender. “Y eso le da mucha paz”, añade su cuidador.

El cuidador desatendido

Cuidarla tan intensamente ha supuesto un coste físico y emocional para Rettenberger: “El cuidador siempre está desatendido. En cuatro años he tenido seis días libres y cuatro semanas de vacaciones.”. Hace año y medio Doerte empezó a recibir medicamentos “para los dolores neuropatológicos. Tenía muchas contracciones”. Fue otro alivio para él, porque los efectos sedantes permitieron a Lebender dormir seguido, sin despertarse cada poco tiempo. Rettenberger se fue a vivir entonces a una caravana. En realidad se fue a dormir allí cada noche. Lebender también sufría dolores durante el día, pero decidió no tomar analgésicos, que actúan 12 horas, hasta caer la tarde: “Aguanta hasta la noche el dolor porque no quiere tener el cerebro nublado. Prefiere estar clara, al menos hasta el atardecer”. “Me duele –explica Lebender– todo el cuerpo: espalda (lumbago), rodillas, pantorrillas (parte baja)… Pero no tengo jaquecas. Nunca”. Y de noche despliega su imaginación y hace lo que el cuerpo ya no le permite cuando está despierta: “Sueño que juego al tenis. Nunca, cuando estaba sana, practiqué ese deporte. Sueño con cosas muy bonitas, como que llevo medias con estrellas y mariposas de plata. O que esquío, aunque antes lo hacía mal porque siempre tuve problemas de equilibrio”.

Otra vida tras esta vida

Rettenberger es un saco de huesos. Resulta difícil entender cómo alguien tan enjuto, de unos 57 kilos, es capaz de mover el cuerpo inerte de Doerte Lebender, de 70 kilos. Para cada movimiento ha aprendido una maniobra que cumple con exactitud para no caer: “Tengo picos de cansancio. Al llegar la tarde, caigo como en un pozo, de agotamiento. Ahora llevo dos o tres noches durmiendo muy bien. Eso me ayuda a aguantar. Comer con regularidad es indispensable. Mi hermana [Ingeborg] me manda pastillas y me aconseja tomar vitaminas. Hay gente que me empuja anímicamente”.

Una asistente (contratada por el Consistorio de Ibiza) le ayudaba tres veces por semana a duchar a Lebender: «Los días que no viene, yo la lavo en la cama. Yo la muevo porque no hay grúa. Siempre tengo que estar presente para sacarla y meterla en la ducha». «Necesito una vida tras esta vida. Llevo así cuatro años que se están haciendo muy largos», confesaba hace dos semanas Rettenberger, que era consciente de que tras la muerte de Lebender experimentaría un fuerte bajón: «Vigilo lo que ocurrirá después, porque los cuidadores tienen tendencia a sufrir un pico de alegría, al sentirse liberados, para caer luego en picado». El día en que se aplicó la eutanasia a Lebender se rompió emocionalmente. Ella tuvo que consolarlo aquella mañana, nada más despertar: «Ya ves, el mundo al revés», confesaba el cuidador.

Los últimos meses de vida de Doerte fueron muy intensos. Mucha gente, la poca que lo sabía, quería despedirse de ella. Lebender necesitaba algo muy sencillo: que la entendieran, tanto sus amigos como su familia. Recuperó el contacto de Elke, una amiga a la que hacía tiempo que no veía. Desde hace medio año hablaban por teléfono cada día. Elke compró un billete para viajar a la isla el 1 de octubre junto a su marido, al que convenció con una sola frase: «Tengo que abrazarla». «¿La sorprendemos?», preguntó a Artur Rettenberger: «No, debe saberlo ya porque va a sentir una alegría tremenda cuando se lo digas, lo necesita». La hizo muy feliz y supuso durante varias semanas un motivo para resistir. También la calmó saber esos días que Rettenberger había encontrado un hogar para “Jacky” en Austria.

Conoció, además, a gente que supo entenderla inmediatamente, como Nico, un camarero uruguayo que, al verla en el bar, preguntó qué le pasaba: «Nos contó –explica Rettenberger– que su abuela tuvo también esclerosis múltiple. Recordaba cómo llegó un momento en que iba a verla y ella ya no podía hablar y lloraba por no poder comunicarse con él. Dejó de articular palabra un año antes de morir. Doerte siente su apoyo en la manera en que la mira y la trata, quizás como si fuera su abuela». Lebender lo confirmaba: «La gente entiende el paso que he dado, mi decisión. Eso me da tranquilidad». Una hora antes de morir tuvo también la confirmación, a través de un mensaje de Whatsapp, de que su amiga Pilar comprendía sus motivos, algo que hasta entonces no tenía claro: «Eres una valiente al tomar esta decisión. Que descanses, te lo mereces». Bastaron esas palabras para que respirara aliviada.

Necesitaba también, y sobre todo, el apoyo de su familia. Contárselo a su hermano, Andreas, fue para ella muy importante: «Se produjo –según Rettenberger– una reacción muy positiva de su familia, de su hermano, de sus sobrinos». Andreas se ofreció a explicárselo a su madre, Ilse: «Pero en cuanto se lo dijo, Doerte empezó a tener convulsiones. Casi vomita». Espera una semana, pidió a Andreas. Intentaría decírselo ella misma. Se lo contó el 26 de septiembre: «Fue un alivio. Mi madre es una mujer muy fuerte en situaciones duras. Es muy nerviosa, habla mucho de sus propios problemas, pero cuando llega el momento es capaz de ponerse en el lugar del otro. Me dijo que estaría a mi lado en este camino, pero que no podría venir (vive cerca de Núremberg), por su edad… que es lo que quiero, que no venga. Pero estará a mi lado». No quería que Ilse estuviera en Ibiza el 27 de octubre por temor a «no poder ‘irse’». No podría hacerlo estando ella presente.

El 21 de septiembre, una semana después del primer encuentro con Doerte Lebender, recibieron un mensaje que les llenó de alegría. «Hoy nos ha llegado -–contó Rettenberger por Whatsapp– la aprobación definitiva por parte de la comisión de garantía y evaluación. Tenemos luz verde. Doerte está aliviada y, a la vez, impactada emocionalmente». Su doctora de cabecera (siempre a su lado, incondicional, hasta el final: «Lo hemos conseguido», le dijo el último día) les comunicó que la comisión de garantía y evaluación había dado el visto bueno: «Hemos tenido suerte», les contó la médica. «Para mí fue una liberación saberlo. Yo amo la vida, pero no quiero vivir así. Es difícil, no obstante. Es un camino muy difícil». Y reiteró: «Mi deseo es ser ceniza. Descansar. No es que no quiera vivir, es que no aguanto más este cuerpo».

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