Cuidado, hay un cocodrilo en la piscina

Una contundente crónica del estallido inmobiliario con un excelente reparto coral y un guión implacable

Antes de entrar en un cine a ver La gran apuesta hay que tener en cuenta varias cosas para no salir escaldado: no es una historia convencional sino una crónica implacable que utiliza una obra maestra del periodismo económico como punto de partida, no es una historia de buenos y malos porque todos los personajes se mueven por la codicia y no es una historia fácil de seguir en algunos momentos por más que se intente ser lo más didáctico posible cuando empieza el chorreo de jerga empleada en los parqués de Wall Street (una táctica, como se apunta en cierto momento, muy pensada para mantener a la gente corriente lejos de sus murallas).

Dicho esto, quien vea La gran apuesta sabiendo lo que le espera se va a encontrar con una película que no para de dar golpes bajos a esa pandilla arrogante y devorada por la codicia que llevó la economía estadounidense al colapso. Frente a esos villanos que no dudaron en jugar con las vidas de millones de compatriotas para amasar más y más dinero, un grupo de personajes (que no tienen nada de héroes) de lo más pintoresco encuentran la manera de sacar rendimiento al pronosticar un derrumbe que nadie más era capaz de adivinar, pese a la tozudez de los datos. Adam McKay, hasta ahora un director interesante con reparos, resuelve la papeleta con un ritmo endiablado y tirando de todo tipo de argucias para mantener al espectador en vilo, con montajes fragmentados, irrupciones sarcásticas de números musicales, trozos de noticias y entrevistas, gente que habla a la cámara, planos congelados, subtítulos explicativos o imágenes tan sorprendentes como la del cocodrilo en la piscina.

Con un reparto de estrellas impecable que juega al despiste (habrá espectadores despistados pensando que van a ver a Brad Pitt en plan seductor: ¡no!), en el que destacan un irresistible Bale, Carell en estado de gracia y un Gosling desbocado, "La gran apuesta" muestra con crudeza y tonos de sátira amarga (sin apenas concesiones a lo sentimental, salvo el momento en que Carell relata su drama personal) la historia de un gigantesco fraude a los ciudadanos, y concluye con una devastadora información final que te revuelve el estómago: los malos de la historia salieron de rositas. Y sin un solo pinchazo.

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