Tino Pertierra

Malas calles

Primero, el gran espectáculo del fútbol que levanta pasiones y entierra hachas de guerra: todos con la bandera francesa ocupando las calles de París para festejar el Campeonato del Mundo. Todos cantando ese himno tan belicoso que es "La Marsellesa" y desfilando como un solo hombre por el Arco de Triunfo. Un espejismo de convivencia, claro. Stéphane es un policía de provincias que llega para unirse a la Brigada de Lucha contra la Delincuencia de Montfermeil, un suburbio que vivió en 2005 jornadas de violencia desenfrenada y que ahora vive una aparente calma. El escenario donde Victor Hugo escribió "Los miserables" está más o menos pacificado bajo el control de líderes de todo tipo con los que la policía mantiene una relación diplomática: tú me das, yo te doy. O miro hacia otro lado.

El policía recién llegado aprenderá pronto los entresijos del lugar y su complejo entramado de relaciones de poder de la mano de sus su compañeros Chris y Gwada, una pareja de veteranos que se las saben todas, sobre todo el cabecilla: brutal o conciliador según le convenga. Sin escrúpulos.

Un dron sobrevuela el barrio. Las ruinas y la miseria conviven con las nuevas tecnologías, esta vez en manos de un crío que pasa de grabar a las vecinas desnudándose a tener en sus manos una prueba visual que podría arruinar las carreras de tres policías. A uno de ellos se le fue la mano en un momento de tensión. Y toda la tensión larvada durante años en esas calles donde los jóvenes no tienen esperanzas y los adultos se conforman con sobrevivir como sea, explota en una espiral de violencia que se alimenta de rencores acumulados y odios que ni los rezos en las mezquitas endulzados por bombones pueden atajar.

Los miserables se mueve con soltura desde el principio por el terreno de un realismo seco y no exento de humor corrosivo, con unos policías que se tratan a la baqueta y basan su profesionalidad más en la contundencia y el manejo de las debilidades ajenas que en la capacidad para empatizar, negociar y apagar fuegos. Confían más en los sprays o las armas intimidatorias que en el valor de la argumentación y la necesidad de usar la palabra como puente y no como lanzallamas. Sus paseos en coche o a pie por las calles donde las miradas son altamente hostiles muestran un catálogo de miserias de todo tipo y rendición: niños que cuentan a su pandilla el recuerdo de cómo un ladrón fue quemado vivo en su país, prostitutas que son unas crías, hombres que tiran a sus mujeres por la ventana o recién llegados de Siria, donde se dedicaban a cortar cabezas, transeúntes que fríen filetes al sol (35 grados dan para mucho, y calientan los ánimos que no veas), trabajadores del circo que buscan al ladrón de un cachorro de león... Es precisamente ese suceso aparentemente banal el que romperá de un zarpazo toda la aparente "normalidad" y abrirá la caja de los truenos.

Sin llegar al estallido de rabia colectiva de 2005 (¿de qué sirvió?, pregunta Stéphane al intentar controlar el infierno que se abre a sus pies), "Los miserables" se llena de pronto de furia descontrolada, todo el odio se concentra en espacio y tiempo (forzando un poco las situaciones) y acelera aún más el ritmo hasta alcanzar en sus minutos finales un clímax de brutal desesperación.

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