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El Molinón centenario

El "stadium" rojiblanco, donde Gijón lleva - moliendo sueños desde 1917, cumple un siglo de vida

La primera tribuna permanente de El Molinón (de madera), inaugurada el 5 de agosto de 1917.

Es saber común que el aumentativo Molinón viene de que, según parece, existió en las cercanías del campo un viejo molino. Cuyo tamaño, cabe suponer, les pareció a nuestros antepasados una pasada, es decir, quedaron asombrados. Tiene uno la sospecha de que estos frecuentes aumentativos locales no vienen primordialmente del tamaño de los objetos agrandados, sino de esa reacción propia de las mentes infantiles que tienden a sobredimensionar las cosas, incluso sin causa. Creo que lo de Iglesiona, Escalerona o Molinón es, más que la descripción de un tamaño despampanante, una apasionada declaración de amor de los gijoneses a Gijón, su ciudad, pasión que, como se sabe, transforma sustancialmente las percepciones, de forma que el enamorado lo ve todo más grande, más perfecto, más hermoso y más incomparable de lo que es. Se intuye que algo de eso nos pasa a nosotros: que vemos la yerba del césped de nuestro campo y nos parece un "lignum crucis", es decir, el último resto que queda del Paraíso del Génesis, donde Adán y Eva se extraviaron.

Podemos suponer que en aquel molinón ancestral se molieron muchísimos maíces y trigos, y sacamos resplandecientes harinas blancas como la mismísima nieve. Ahora bien, lo que más se molió en ese lugar no fue maíz, sino sueños. Muchísimos sueños. En El Molinón lleva Gijón moliendo sueños más de cien años, aunque aquí sí que cabría decir sueñones. Quizá cien años no sea una edad muy avanzada para un roble. Pero para un estadio viene a ser un milenio. Aunque la historia del nacimiento de este estadio es ligeramente rocambolesca, todo parece indicar que, en agosto de 1917, se celebró el partido que inauguraba este nuevo "stadium" de El Molinón, que ya existía, como campo de juego y como club, desde hacía varios años. Así que en estas fechas celebramos los cien años del día aquel en el que nos pusimos de etiqueta e inauguramos la primera tribuna estable que abría nuestra historia futbolística moderna, y que, por cierto, tiene cierto parecido de familia con las tribunas que todavía pueden verse en el hípico.

Podemos decir con cierto orgullo que El Molinón es el Matusalén de los estadios españoles. Tiene el mérito de haber alcanzado lo que logran muy pocos: una edad bíblica. Con seguridad no puede compararse con los grandes y deslumbrantes estadios modernos, tipo Allianz Arena de Munich. Pero a esos soberbios relumbrones les falta el encanto romántico que tienen las cunas donde ha nacido la vida. El Molinón es la cuna familiar donde comenzó nuestra andadura moderna. Que dura ya cien años, a pesar de descerebrados tan ineptos. Esa cuna tiene el sabor y el olor, incomparable, de aquellas viejas cocinas, cosa totalmente distinta a esa prepotencia falsaria y vacía de los cocineros modernos. Por lo demás, siempre ha tenido este campo uno de los céspedes más espectaculares que puedan verse, yerba que contemplamos tan arrebatados como quien mira un Sorolla en el salón de su casa. Nada tiene que envidiar esta yerba de la orilla izquierda del Piles a los más afamados céspedes de Manchester o Escocia. Robles viejos y estadios antiguos tienen en común que dan musgos centenarios. Eso es El Molinón: el musgo futbolístico que se agarra a nuestras raíces. El musgo verde que pusieron en nuestros ojos los grandes artistas que nos deleitaron, las maravillas que vimos, los sueños que soñamos, las emociones indescriptibles que sentimos, las derrotas y desengaños que sufrimos.

En ese espacio descubrimos la raíz trágica de lo injusto. El Molinón es el pulso de una ciudad que pasa seis días casi dormida pero que el domingo despierta hiperactiva para latir revolucionada por alcanzar el sueño de la importancia.

Se espera de un estadio lo que se espera de una iglesia: el milagro. Este estadio hoy centenario ha sido la acreditada Academia en la que unos viejos maestros -analfabetos, por cierto- enseñaban lecciones insuperables para entender lo que ocurría en el juego y en el campo, en medio de terribles aguaceros que aguantábamos a pie firme tiritando por el frío húmedo del invierno. Por el cristal lateral de la vieja tribunona de madera entraba, con forma de lánguido rayo, el espíritu santo del balompié en su peculiarísima epifanía.

No es El Molinón, como tanto se ha dicho de San Mamés, una catedral. Es más que eso: es la zarza ardiendo de Moisés, el lugar en el que nos entregaron nuestra identidad y las primeras Tablas de la Ley. Que seguimos aplicando con creciente desasosiego. Pocas cosas hay en Gijón más importantes que esa zarza ardiendo. En ningún otro sitio están en estado más puro las ensoñaciones del espíritu de Gijón. Pocos acontecimientos hay en la vida de la ciudad que tengan la emoción, la intensidad y la contundencia de las vivencias que brotaban en ese escenario de los sueños.

Cien años llevamos calentándonos con las llamas de ese fuego, y cien manifestando nuestra admiración y reconocimiento a todo el que demuestra su arte con un balón esférico, símbolo de la perfección. Arte que, cuando es grande, atesoramos en nuestro corazón como si se nos hubiese aparecido el mismísimo Yahveh.

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