Madrid, Agencias

Haití es como las guerras de la Antigüedad, en las que la sierra era la compañera inseparable del cirujano. Los médicos que trabajan en la castigada Haití han tenido que recurrir al viejo recurso de la amputación de miembros ante la falta de antibióticos y otros medicamentos para luchar contra las heridas infectadas. Se podría hacer una montaña con la cantidad de brazos y piernas que ha habido que seccionar desde el martes para salvar vidas.

La falta de medios con la que están bregando los facultativos desplazados a la isla roza lo esperpéntico. La escasez de vendas y escayola ha obligado incluso a utilizar cartones y tablas para inmovilizar miembros fracturados y cubrir heridas. Pero trabajar en Haití no es fácil. La falta de combustible, que impide, por ejemplo, la salida del aeropuerto del material desembarcado por las tropas francesas, hace que también los quirófanos se queden sin energía eléctrica.

Los médicos tienen miedo de lo que pueda llegar. Con cientos de cadáveres pudriéndose al sol, una alimentación escasa y falta de agua, no sería extraño que se desatase una epidemia de terribles consecuencias. Casi sería la consecuencia lógica de una catástrofe de dimensiones bíblicas, y que muchos haitianos consideran un merecido castigo de Dios. El cólera es la palabra que más asusta a los servicios médicos, otra enfermedad más propia del XIX que del tecnológico siglo XXI. Pero también están las otras enfermedades, el dengue, la malaria... ya viejas conocidas de la isla,

Por el momento, a la población la está salvando el hecho de que Haití se encuentre en la estación seca y no haya mosquitos, principal agente que transmite enfermedades en esta zona. Pero el hacinamiento de los campamentos creados en plazas y parques puede terminar pasando una costosa factura a este pobre país.

En un hospital de Puerto Príncipe no dan abasto para curar a los enfermos que aún siguen llegando, a decenas, todos con golpes en la cabeza, las extremidades abiertas. En la única instalación que aún sigue en pie (una clínica urológica) se oyen los gritos ahogados de los heridos.

Entre tanto dolor, aún hay espacio para las buenas noticias. El primer niño nacido en Haití tras la catástrofe fue traído al mundo por un equipo médico español. El niño, que recibió el nombre de José María en honor del anestesista que participó en la operación, tuvo un parto difícil debido a las malas condiciones de la madre, que había sufrido una parada respiratoria y convulsiones, y se debatía entre la vida y la muerte.

En Haití se calcula que hay unas 37.000 mujeres embarazadas, que seguramente se preguntarán a qué clase de mundo van a traer a sus hijos.

Hay una gran preocupación por la escalada de violaciones de los derechos humanos que se está desatando en este país sin ley, donde el terremoto ha arrasado con los últimos vestigios del Estado y, lo que es peor, ha desanudado todas las ataduras morales. Amnistía Internacional advierte del desamparo de las mujeres, especialmente las menores de edad, ante el creciente número de violaciones y agresiones sexuales.

Los repartos de ayuda humanitaria se convierten en pequeños motines, de tal forma que el personal de los helicópteros que intervienen en estas operaciones ha optado por arrojar las botellas de agua y los alimentos desde gran altura, ante el temor de sufrir algún accidente. No hay un solo reparto de alimentos que no finalice con heridos.

El área comercial de Puerto Príncipe, como Petion Ville, se ve sistemáticamente saqueada por multitudes y son habituales las batallas campales con navajas, palos y hasta piedras que finalizan con algún muerto sobre el asfalto. La visión de centenares de cadáveres ha terminado por aflojar cualquier mínimo sentimiento de respeto por la vida, como demuestran las imágenes del linchamiento de un saqueador en las calles del otrora barrio «chic» de la capital. Y es que muchos de los supervivientes están pasando auténtica hambre, debido a que la ayuda no llega a todos los lugares.

Sorprende que, mientras muchos afectados llevan tres días sin probar bocado, algunos rincones de Puerto Príncipe se hayan convertido en mercados improvisados, donde se vende carne de pollo congelada, pasta de maíz o refrescos, eso sí, a un precio superior al de antes del terremoto.

Las mafias locales dominan el suministro de agua para ducharse o lavar la ropa, a un cuarto de dólar el cubo de agua, negocio redondo. Cualquier tubería rota sirve para adecentarse un poco. En medio del desastre, aún se guarda cierto decoro.

El buen tiempo hace que la vida en los improvisados campamentos de plásticos no sea aún más desagradable. La gente sigue sin atreverse a acercarse a sus casas, ante el temor de que se derrumben, aunque algunos se han puesto manos a la obra para la reconstrucción. Pero todo hace temer que, si la situación se mantiene, haya un estallido y la gente comience a matarse por cualquier pedazo de alimento.

Las necesidades fisiológicas se hacen en cualquier sitio. La ciudad está sumida en la podredumbre. Sobre Puerto Príncipe flota una espesa nube de humo, producto de las hogueras para quemar los cadáveres en improvisadas fosas comunes, y también la basura, que prolifera por doquier. Aun así, quedan muchos cuerpos desperdigados por la ciudad, que sirven de alimento a los perros, como señaló un bombero de Castilla y León. Se trata de una visión propia de otro siglo, pero es que Haití quizás haya retrocedido a un tiempo anterior a la Modernidad y se encamine, si nadie lo remedia, a la barbarie más absoluta.

En esta situación no es extraño que los haitianos vuelvan sus ojos hacia Dios. Por la mañana, en los campamentos, los haitianos se unen para rezar con todas sus fuerzas. Otros piensan si esta tierra no estará maldita, si no sería mejor volver a África.