Ochenta años se cumplen, en estas fechas, desde aquella fría mañana de febrero del año mil novecientos treinta y nueve, en que don Antonio Machado fallecía en Colliure, pueblecito de pescadores a orillas del Mar Mediterráneo y no lejos de los Pirineos catalanes. Hasta allí había llegado lejos de la barbarie y de la intolerancia de una Guerra Civil que había asolado campos, marchitado rosales y cercenado miles de vidas entre el rencor y el odio, la envidia y la venganza, la denuncia malsana y una represión que hasta las mismas menudas vegetaciones y musgos de las tapias de los camposantos se asustaban de tan sangrienta masacre. Con cientos de hombres y mujeres -pertenecientes al bando que todo la había perdido, menos la dignidad- cruzó las montañas y viendo en aquel risueño pueblo que los días eran azules y podía rescatar del tiempo y la añoranza el sol de la infancia, se quedó a vivir al lado de su anciana madre. Poco tiempo de vida, no obstante, le quedó al insigne poeta para recrearse del "azur" de los cielos y de la línea del horizonte acariciado por la brisa marina. Que no fue la nostalgia ni el dolor físico sino la pena quien horadó su corazón hasta exhalar su último hálito. Cuentan que, al igual que el conde Roldán, en Roncesvalles, en el postrer aliento volvió el rostro hacia su patria y lloró amargamente. Allí, desde entonces, quedó la arcilla macerada y selecta (solo cuando se tiene el barro bien cocido y uno ya es un virtuoso, se puede llegar a ver el rostro de Dios: León Felipe) de un poeta mesetario que se murió a orillas de la mar.

Hace ya ocho décadas que se fue el poeta sevillano, sin embargo sus versos hechos con adobes (polvo del camino, agua de la Laguna Negra y rastrojos de los campos de Castilla) perdurarán con su alquimia sencilla, popular y trascendente. Poemas que amasan sus mensajes con los ejes esenciales de la vida y sus profundas reflexiones sobre teología, filosofía, metafísica y el pensamiento hondo y humanista, todo ello dentro de una tradición romántica en cuyas bases descansa su poética.

Y hubieron de ser sus postreros versos "...estos días azules y este sol de la infancia..." encontrados en uno de los bolsillos de su chaqueta, con los que intentaba recuperar, en los últimos momentos de su vida, la puericia perdida. La infancia cuyos sueños y fantasías hacen crecer a los niños donde cada momento se quema en los instantes futuros sin dejar huella. Era fuego lo que en aquellos años llevábamos en el cuerpo espantando los potros salvajes que cabalgaban por las venas. Vivir era una aventura cotidiana y el corazón batía con frenesí ajeno al tiempo y al espacio. No había norma, surco fijo, ni senda ni camino. No había confrontación para distinguir alegrías y tristezas. Hacíamos trizas los días, mientras las fuentes de la sabiduría y de las luces entraban a raudales como un rayo de sol por la vidriera de una iglesia. Vivíamos la edad virginal en la que las nubes no eran ni cifras ni letras, ni rencores, ni envidias, sino barcos flotantes de espuma blanca que se perdían en el horizonte, dejando paso a otras que llegaban. Surgida de otra simiente y alimentada de efluvios distintos a los nuestros, débil, parecía la naturaleza. Ella era el asilo; en ella las extáticas miradas; el portento que no soñaba, o apenas, alcanzar nuestras ánimas confusas. Fueron aquellos años el tiempo de la edad ilusa. Volaron cortos, cual vuelo cansino del mirlo de agua que a poco se para en cada piedra del río. Sumergida estaba cada certeza en un valle florido y voraz, ahora ya con el aspecto dudoso de los temblorosos tallos del maíz al viento de noviembre. Y un alba debió surgir lo inesperado porque una línea de luz sobre el pulido umbral mostró con crudeza cómo el agua mansa y límpida se convertía en alocadas almuzaras de tintes pardos y riberas oscuras donde habían dejado de sonreír los álamos y los juncos mientras seguíamos corriendo en busca de todo lo que era fantasía en el ávido deseo de sensaciones nuevas en un mundo que, en apariencia, se mostraba mágico y hermoso. Evidente el engaño. Los días fueron mostrando sus crueles incisivos y la maldad del vecino iba corroyendo el alma del próximo y del prójimo. Pesadas nubes ebrias de inquina y de ruindad eran las que iban ensombreciendo la inocencia y dejando al desnudo las miserias y la indignidad del hombre. Estaba en el aire la espera de un proceloso evento: aquella tarde en la que, sin darte cuenta, dejabas de ser niño para convertirte en un adulto; para volar por tu cuenta y riesgo. La niñez se nos moría en los brazos como el último suspiro de un moribundo; como un simple soplo. Extraño camino aquel, el de la infancia, en que todo se exploraba bajo un sol radiante y una luna saciada de misterios. Los juegos escolares tras un balón de trapo; la escondida de los tres marinos que buscaban, entre las olas de una mar en tierra, un lugar seguro donde ocultarse; los henales bulliciosos, en tiempos de la yerba, para aplastar el heno y levantar las faldas, en la penumbra de la tarde, a la niña de piernas rollizas y de tímidos pechos que abultaban el vestido estampado; ay, las máscaras en carnavales con los bigotes de las mazorcas de maíz, el corcho del hollín que untaba las mejillas, la calabaza hueca que, con vela encendida mostraba en la noche el ánima de un cristiano desaparecido...

En estos días azules de febrero el sol de la infancia se eterniza mientras llega la nada. Uno ahora piensa desconcertado, dónde los humanos impulsos quedan sepultados en aura milenaria.