El mindfulness que está tan de moda consiste, entre otras cosas, en tomar conciencia de forma intensa de lo que somos, de nuestra realidad, de nuestra vida, de la que a veces paradójicamente estamos tan alejados, pues con mucha frecuencia actuamos de forma automática con la mente totalmente alejada del instante vivido. Para mí no hay mejor práctica de ese regreso a uno mismo que la de adentrarme en el bosque.

Llega el otoño, me adentro en el bosque. Éste está en un alto, predominan las coníferas y desde aquí, si me acerco al precipicio, puede verse el mar y su bravura. La niebla lo atenaza con su manto de suspicacia; pero la suspicacia y el recelo se vaticinan vencidos desde la perspectiva que ofrece el pinar y sobre todo, como dice Theo Corona, se vence con la brisa suave del alma. Respiro hondo, percibo también el aroma del eucalipto camuflado. Adentrarse en el ser es reconocer esa multiplicidad de aromas, de esencias, de reconocimientos que aun siendo dispares conforman nuestra unidad. Y es que tal como nos enseñó Lao-Tse, la verdad de la naturaleza humana, nuestra verdad tanto colectiva como individual solo puede percibirse en la proximidad a la naturaleza, a la montaña, al bosque.

Alejarse de la ciudad y adentrarse en el bosque verde, ocre, azul contagiado de cielo, llegar al claroscuro, al sendero estrecho, solitario, oculto y desprenderse de todo lo que sobra y no nos permite avanzar como si de una mochila cargada de piedras se tratase.

Que sencillo es sentirse y saberse libres rodeados de árboles. Los árboles son una especie de hermanos que nos escuchan, podemos apoyarnos en sus troncos, en sus ramas y sentir su savia roja como si la sangre se volviese más verde y más nuestra.

Me adentro en el bosque y todo se vuelve verdad inalterable, sueño cierto, música armónica que brota bajo cada pisada en contacto con la hierba. Las flores umbrosas son perlas en cada penumbra. El corazón alcanza la lentitud imposible del torbellino y el tiempo deja de ser tiempo y extrañamente crezco mientras anochece.

Mientras anochece crezco y dejo de ser la que no soy, ya no tengo miedo aunque no sienta mis brazos ni mis piernas y aunque sepa que son más míos que nunca. En la oscuridad nace y me bautiza el rocío con un nombre desconocido y propio.

Me adentro aún más en el bosque mientras una luna nueva, surgiendo entre las nubes moradas, me renombra.