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La espinera

Tarde de frixuelos

La solidez del reciente pasado, aparentemente elemental, pero más seguro que la posmodernidad

Hay tardes invernales que me invitan a la lectura, al paseo con paraguas o a la introspección y, otras, en las que me apetece embadurnar la cocina de harina como si fuese el instrumento de evocación de algún ritual ancestral. La harina, los huevos, el azúcar, el bol de vidrio y la batidora manual, por supuesto, dispuestos organizadamente como piezas únicas e insustituibles de un universo constante de referencias familiar y tranquilizador, de una sabiduría adquirida heredada de la abuela que prescindía de cantidades numéricas y definidas para emplear la magia de los indefinidos. Mi abuela no hablaba de gramos, habla de pizcas y dejaba que la masa, la pasta, la mezcla "reposara" el tiempo justo y necesario hasta que en la peli en blanco y negro, John Wayne atrapaba al forajido o alguien huía despavorido y lograba salvarse del ataque de los indios. Bien es verdad que yo siempre prefería que los indios venciesen a los vaqueros, pero así eran las cosas entonces y nuestros tiempos en la cocina, que no precisaban alarmas ni robots, transcurrían demarcados por escenas de película del más genuino estilo hollywoodense.

Lo que sobre todo echo en falta de aquellos tiempos, además de obviamente a mi abuela, era el sentido del decoro entendido a la forma aristotélica o de una forma más vulgar si se prefiere. Seré una blandengue, pero en aquellas películas se veían las flechas en el pecho, pero nunca la sangre. Había muertes, pero no éramos espectadores de las agonías. Había más pudor, elegancia, los puñetazos, siempre dentro de un determinado esquema mental -es cierto-, eran verosímiles y merecidos. Había educación y cordura. Uno sabía en definitiva en quién se podía confiar y a qué atenerse. Todo era lúcido, claro, apropiado, sobre todo en el instante mágico en el que se saboreaba aquel frixuelo enrollado y repleto de azúcar y mientras se fundía en el cielo de la boca.

Afortunadamente, aquel mundo tan elemental era a la vez tan sólido que aún sostiene al de hoy, a veces tan vacío y tan pos-posmoderno. En el que todo se ha vuelto más que líquido, gaseoso, en el que la educación, la moralidad y la honradez ya no se premian y los bellacos campean por doquier como ídolos absurdos que no muestran remordimiento ni vergüenza por nada. Por eso embadurno la cocina de harina y pienso en mi abuela y en Aristóteles y en el frixuelo como símbolo que nos salve de tanta indecencia y estupidez.

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