La palabra madre lo dice todo, no se necesita nada más. Las madres dan resplandor a la vida y color al universo, son el arcoíris que mueve y rige la esencia de las cosas.
El hijo que no quiere a su madre y no está dispuesto a dar su vida por ella no es digno de su amor. Cuando ella nos falta estamos huérfanos y nos sentimos desdichados; cuando está con nosotros, sentimos el goce supremo y el éxtasis inigualable de la completa felicidad, la suave delicia que brota de un alma entregada.
Ser un buen hijo es el mayor título al cual se puede aspirar, la recompensa de una existencia acorde con el cielo. Cuando me miras, el Ángel de la Guarda comienza a aparecérseme; cuando mi corazón oye tus latidos, el ritmo de lo bueno aparece para siempre dentro de mí. A tu lado las promesas sobran, el dinero pierde su valor, las ambiciones duelen y la alegría de estar contigo se transforma en la fuente genuina de la larga vida.
Eres, madre, el sol que alumbra las penas y pesares, el néctar salvífico que brota de las aguas puras del paraíso. Si no fuera por ti, por tu constante entrega y ternura, por tu entera dedicación y sacrificio, nada merecería la pena. Gracias a tu gigantesco corazón de amor absoluto y terciopelo enamorado conozco el mensaje celestial, la realidad de la vida eterna, el goce sublime que yace más allá de lo efímero, el sentido de la revelación y el sabor excelente de lo divino.
No necesito buscar el secreto de la inmortalidad: me lo has revelado con tu sola presencia y con la espuma inocente de tu entrega y cariño.
Decirte que te amo es poco, no existen sonidos para traducir el agradecimiento ilimitado de mi amor por ti.
Por mucho que te dijera, sería poco e insuficiente; ninguna palabra puede traducir el lenguaje solemne del amor verdadero. Mi mayor tesoro es saber que nada ni nadie podrá separarnos nunca jamás. Te quiero y doy gracias a la vida que por ti me ha dado tanto.
