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La larga espera por el "pequeño Paul"

Michèle Desbordes teje en la memoria de Camille Claudel durante el confinamiento de Montdevergues

La larga espera por el "pequeño Paul"

Camille Claudel es una anciana. Está sentada en una silla en el jardín del asilo psiquiátrico de Montdevergues, Vaucluse, el corazón de la Provenza. Espera a su hermano Paul, su "pequeño Paul". Desde la infancia están unidos por un amor inquebrantable, un deseo de vivir de otro modo, en otro lugar, lejos de los códigos impuestos por una familia burguesa. Paul es, además, siempre que puede y se lo permiten sus viajes, o su dedicación diplomática, el único familiar que la visitará durante los largos años de internamiento en el manicomio. El resto del tiempo, Camille aguarda sin perder del todo la esperanza; Michèle Desbordes, autora de El vestido azul, teje la espera y, mientras tanto, la imagina zambulléndose en el tumultuoso pasado de la escultora junto a su amante Auguste Rodin, y también en los momentos en los que la belleza y la felicidad hicieron creer que el suyo era otro destino.

A partir de una vieja foto, Desbordes -inmenso talento el de esta escritora desaparecida, autora de La petición- penetra en las dudas, las lágrimas y la soledad de una mujer. No sólo a través del circunloquio neurótico de su presente, también de su pasado, para interpretar la pasión de aquella joven de ojos azules y largos cabellos negros que decidió encerrarse con sus gatos, no alimentarse ni lavarse más, hasta ser internada.

El lenguaje de Michèle Desbordes traduce magistralmente los días monótonos, la espera continua, el vacío, el "exilio" de casi treinta años. Trae a colación los recuerdos de la infancia, los veranos brillantes, el amor, el deseo y la ruptura con Rodin: el enclaustramiento en el estudio, la falta de dinero, sus confinamientos en el silencio o, al contrario, la gran locuacidad. Al final, la lenta caída en la locura en el asilo de Ville-Evrard antes de ser transferida a Montdevergues. El lector observa cómo se va apagando el esplendor que proviene de su poderosa energía creativa.

La imaginación de la autora de El vestido azul, junto con la correspondencia que mantuvo la protagonista de la novela durante su vida, ayudan a componer un estupendo retablo de pasajes luminosos provenientes de la memoria. De cuando era bella y los artistas la admiraban, cuando la gente la animaba y le hacía desafiar la corrección y los reproches de su madre; la pasión que la arrastró por un arte devorador y por un amante, debido a su orgullo, o a un simple encantamiento. No resulta fácil renunciar si se es obstinada, cuando lo prohibido, lo reprobable, están al alcance de la mano. Se llama rebeldía.

Al lector tampoco le cuesta imaginarse la embriaguez de Camille cuando corría perseguida por los ojos de su amante en las largas playas del norte. O las horas de trabajo para pulir la piedra, tallar las caras o los cuerpos entrelazados. Percibe el trabajo que eligió y que la obligó a cargar montones de tierra, a trabajar de pie durante horas, y hasta como todo su cuerpo se involucraba en el doloroso trabajo. Y se siente el paso de las horas pensando en Paul: "Hablaba de los veranos en los que lo esperaba, y del otoño o del invierno que llegaba, diciendo que ya nada tenía importancia y que era su último otoño, su último invierno...". Una historia conmovedora.

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