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Unidad de la lengua y unidad del derecho

Santiago Muñoz Machado compone una historia del español en América y explica el enraizamiento del idioma

Unidad de la lengua y unidad del derecho

Santiago Muñoz Machado, jurista eminente en la cátedra, en la doctrina científica y en el foro, es también ensayista, biógrafo e historiador. El recién elegido director de la Real Academia Española (RAE), recibió en 2013 el Premio Nacional de Ensayo por su obra Informe sobre España. Repensar el Estado o destruirlo, y en 2018 el Premio Nacional de Historia por el libro que va ser objeto de esta reseña: Hablamos la misma lengua. Historia política del español en América, desde la Conquista a las Independencias.

Según nos anuncia en el prólogo el autor de esta obra monumental, su propósito ha consistido en desvelar y exponer sistemáticamente los pormenores de la formidable aventura americana de la lengua española, desde el siglo XVI hasta la emancipación colonial, situándola en el contexto de las relaciones entre los diferentes tipos de sociedades establecidas en América, las características de la gobernación española en cada período, el progreso de la literatura, las interferencias de los misioneros, las aspiraciones de los criollos independentistas, las polémicas sobre las características de la lengua americana, la función de la RAE y la importancia de los primeros códigos legales, escritos en castellano culto y castizo por los mismos lingüistas y juristas que habían establecido el canon de la gramática del español americano. Queda así acreditado el propósito de monumentalidad del empeño, que testimonian además las 126 páginas de que consta el apéndice bibliográfico y las 736 notas a pie de página.

Comencemos por los misioneros y la cuestión de la difusión del castellano en los nuevos territorios de la Monarquía hispánica. Hay quien se pronuncia de forma contundente sobre el papel negativo de los frailes en la castellanización de América. Aunque en el siglo XVI el aprendizaje de la lengua castellana por los indios era un mandato del Emperador Carlos V, las órdenes religiosas no cumplieron el encargo. Acaso temían que ello disminuiría el poder derivado del monopolio de las relaciones con los indígenas. Además, la resistencia frailuna a la universalización del castellano obedece igualmente a su convicción de que la enseñanza de una lengua que los indios desconocían no resultaba pertinente en los estrictos términos del proyecto evangelizador. En suma, la aculturación pretendida por la Corona desbordaba las intenciones de los frailes, que priorizaban la enseñanza del Evangelio. Por otra parte (y esta observación no deja de ser harto expresiva de una peculiar manera de entender la existencia), "los religiosos creían -escribe S. Muñoz Machado- que el conocimiento del castellano serviría a los indios para abrirse a un mundo, el de los colonizadores, que era mucho más ambicioso e inclinado a los malos ejemplos y los peores consejos, de modo que la lengua propia les protegía frente a las imitaciones y a las amistades peligrosas". Esto no cambió sustancialmente a lo largo de toda la colonización. Es más: la imposición obligatoria de la enseñanza del castellano sólo se acordaría al final del siglo XVIII, cuando estaban a punto de comenzar los movimientos independentistas. El diputado en las Cortes de Cádiz Guridi y Alcocer, defensor de los indios, reconoció en su alocución a la Cámara del 25 de enero de 1811 que "por lo común no saben hablar en castellano".

Con las nuevas Repúblicas americanas la situación de los indios no mejoró en ningún sentido, sino que se incrementó su marginalización, imponiéndoseles la cultura de los criollos y con ella la lengua castellana, cuya exigencia se generalizó con acciones más firmes que las adoptadas por la Monarquía española. Así, "la rápida eliminación de las lenguas indígenas y la universalización del castellano, como lengua única de la nación, fueron la consecuencia obligada del nuevo orden constitucional". En efecto, "el constitucionalismo establecido en Europa e imitado en las tierras americanas era uniformista tanto desde el punto de vista cultural como institucional, y tal concepción? no reconocía la existencia de espacios culturales locales propios de los indígenas". De modo que, como "la mayoría de los indios no hablaban castellano, no podían participar en las instituciones".

Por otro lado, numerosos intelectuales criollos (sobre todo argentinos) de la época del Romanticismo, que querían liberarse de la "rancia" lengua española y de las autoridades académicas que velaban por su limpieza, "tuvieron la seguridad de que el castellano correría la misma suerte que el latín: acabaría fragmentado y disuelto en diferentes lenguas? neoamericanas". Cómo y por qué esto no sucedió -por qué no tuvo lugar, en suma, lo que el gran lingüista caraqueño Andrés Bello denominó "el tenebroso período de la corrupción del latín" en Europa- y cómo el nacionalismo e independentismo lingüístico de los hispanoamericanos más radicales no llegaron a triunfar, ocupa la última parte del proteico libro de Santiago Muñoz Machado. Las propuestas independentistas, observa, no hallaron acogida estable en la literatura y en los libros de lengua para escolares, ni, muy especialmente, en la legislación. En una primera y larga etapa posterior a la independencia, continuaron rigiendo en las nuevas Repúblicas las viejas leyes españolas. Más adelante, cuando hubo legislación nacional propia, los grandes cuerpos legales (particularmente los Códigos civiles, que eran la pieza central del respectivo ordenamiento jurídico) siguieron de cerca las instituciones y conceptos de la legislación castellana y los proyectos de codificación españoles. De esta manera, concluye, los dos grandes valores culturales que España legó a América, la unidad de la lengua y la unidad del Derecho, se mantuvieron incólumes.

Un gran libro, pues, escrito con admirable claridad, amenidad y rigor.

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