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Y comieron fabada y perdices

Sobre la reciente visita regia y otros menesteres de esta ciudad de dulces afamados y mariscadas proletarias

Y las comieron, fabada y perdices, en la intimidad de la cocina de la parienta de doña Flor, porque eran reyes y muy felices, como pasa en los buenos cuentos infantiles. Y ocurrió, siguió el cronista atemporal, en un setiembre tridimensional y glamuroso, con misa mayor a cargo de Fray Jesús, y los cardenales de la Iglesia, eminentísimos Rouco y Cañizares, lo más progresista de la Iglesia hispana.

Del setiembre y la vendimia vendrá, dijo el chantre don Julio, un otoño de relumbrón: brillante, caro y lluvioso. Las manzanas ya entran en sazón, dijo el "Enterao" en el Casino, pero no habrá en el mercado, replicó Campo Santo, de las que injertó don Pero Mingan; que ni siquiera en la Pesgana, de donde salían carros enteros, quedan; pasa lo mismo con las reinetas de la Corte, aunque sí quedan todavía buenas princesitas en las alacenas de La Playa, y milhojas en La Fe... ¡Ay!, y el recuerdo -dulcísimo recuerdo de mi vida- de los merengues de don Blas, el de la calle Corrida. ¡Qué dulces aquellos tiempos!

En vez de cazuelitas de crema del Alonso de Menéndez Valdés, los aventajados señoritos y tomases de Divertia quieren vendernos bandejas de mariscos en la plaza de toros, no de la "Santina", sino de la Gallezia del "finis terrae", aunque de toda confianza. La típica "mariscada" proletaria. Cultura gastronómica, dijo el ovetense, para gentes llanas y poco pudientes.

Las cazuelitas de crema las inventó el repostero de Malet, no por vicio, sino para dar gusto de boca a la insaciable "Chata" que fue, y dejó de ser, "Princesa de Asturias" en más de una ocasión, que es cosa que no sale ni de urnas, ni de másteres ni de tesis, sino de los arrechuchos reales. Es algo así como un premio al primer nacido, ella o él, pero si el primero es ella, y si de otro arrechucho nacía luego varón, la ella primera era despojada del título, y el segundón varón quedaba con la placa y las "mantillas", nada menos que de mil doblones que, en reales de vellón, eran un montón...

Los señorones astures, los dueños de todo, del vellón, las caserías, las truchas y las manzanas minganas, cuando llegaba el tiempo del primer parto real, o segundo o tercero o cuarto si los anteriores habían sido de princesitas, se desplazaban a Madrid. Alguno hasta asistía al parto -para que no les hicieran un "master"- y entregaban a la, o al, recién nacido, su placa patente y sus "mantillas" millonarias...

Don Gaspar Cienfuegos Jovellanos que había nacido en Trubia y era muy "carlistón", viajó en una ocasión con la Junta Provincial Católico-Monárquica de Gijón a un castillo de Suiza, con otros carlistones astures (Guillermo Estrada, Menéndez de Luarca, etc.), para agasajar al hijo reciente del "pretendiente" de entonces, como hipotético Príncipe de Asturias, y le llevaron como presente la alhaja-patente, pero no los mil doblones, que con los gastos del viaje los fieles carlistas astures habían quedado como el moro Muza después del encuentro guerrero con Pelayo, prácticamente desfondados... Hasta el punto que don Gaspar tuvo que subir el alquiler de las ruinas casas que tenía alquiladas a pobres marineros, y dos presbíteros pobres, en el prado de su nombre en Cimadevilla, para poder subsistir de acuerdo con su rango; y con la subida, pudo comer, después de la fabada, sus perdices, y hasta gastar en el bautizo del protestante Guillermo Hulton, responsable de los talleres del ferrocarril de Langreo, que se celebró solemnemente en la parroquial de Roces a finales de octubre de 1863, aunque la mayor parte del gasto corrió a cargo del segundo conde de Canga Argüelles y de su buena madre, Dolores Villalba, viuda de don Felipe, el primer conde.

"Los pobres", dijo en aquella solemne ocasión, don Alberto -que no era un cualquiera, sino doctor en Derecho Constitucional por Alcalá, licenciado en ambos Derechos por Oviedo, y portaba, a mayores, sendos másteres de merecumbé, en las solapas almidonadas de su levitón de gala (cuando ya no andaba desnudo, sino bien forrado)-, siempre pagan los despilfarros de los ricos". Y no lo dijo por decir, ni a humo de sus pajas, que el ilustre era de la ribera del Piles, bien parecido y enseñaba en la acreditada Academia España...

-¿Y, don Alberto murió de éxito, de máster o de tesis?

-"No, hijo", contestó la marquesa a su hijo enjunto, que murió como antaño moría la buena gente de Gijón, los grandes y los chicos, en el Hospital de Caridad y de tisis galopante..., que por eso prohibieron las carreras de burros por la playa. ¡Con lo bien que lo pasaba la gente de a pie, simples ciudadanos, tirando a la nobles brutos los regodones capitulares.

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