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Tino Pertierra

Don Alfonso

El misionero claretiano y docente en el Codema fue impulsor de vocaciones y antorcha en las aulas

Yo no estaría escribiendo aquí estas líneas si una mañana de invierno un profesor llamado Alfonso Álvarez López, fallecido la semana pasada, no me hubiera llamado a su despacho tras leer el diario radicalmente sincero que yo había escrito como ejercicio de clase para decirme, sin tapujos: "Usted tiene que escribir. Usted tiene que estudiar periodismo cuando llegue el momento. Ya puede irse, Pertierra".

Don Alfonso no era un profesor más en el Codema. Era "el profesor". El hombre que espabilaba a los alumnos adormilados a primera hora de la mañana contándoles la película que había visto la noche anterior. O poniéndoles la banda sonora de Neil Diamond para "Juan Sebastián Gaviota". O tomándole el pelo al chaval que intimaba con las musarañas sin faltarle al respeto. Era el profesor que convertía la materia gris de Lengua en una aventura de sintagmas intrépidos donde las preposiciones invitaban a ser conocidas y podías llegar a ser buen amigo de los intimidantes adverbios. El profesor que te animaba a leer "La Regenta" o a Unamuno y te abría los ojos a libros que no figuraban en el plan de estudios, porque Don Alfonso no entendía su profesión como un oficio de tinieblas a examen sino como un camino compartido de conocimiento, un impulsor de vocaciones, un educador en el sentido más completo y hermoso de la palabra. Capaz de debatir sobre el Lazarillo y de animarte a ver los títulos de crédito al final de las películas.

Gracias a él supe que había directores como Sam Peckinpah (ya que "La cruz de hierro" era para mayores de 18, él contaba el argumento con verdadero talento narrativo), y no tenía problema alguno en elogiar una cinta como la muy roja "Actas Marusia" en un colegio de curas, y de hablarte de tiranos, injusticias sociales, pobrezas hirientes. Don Alfonso, que pasaría a ser Alfonso a secas cuando dejó de ser mi profesor para pasar a ser mi amigo, era una antorcha en unas aulas que aún tenían cerca, y aún presente en ocasiones, la oscuridad de la educación franquista. No te lavaba el cerebro: te lo ponía a centrifugar con propuestas constantes, con retos continuos, con una calidez humana que hacía cortas las clases y hacía que todos los alumnos (y cuando digo todos, digo absolutamente todos) esperasen como agua de mayo que llegara su turno. Era justo, noble y sincero. Si te equivocabas no te castigaba: te llamaba al despacho y dialogaba para que le dieras los motivos de tu comportamiento y así buscar soluciones juntos. Solo le sacaba de quicio el abuso: nunca le vi tan furioso como cuando un matón de patio golpeó a un niño más pequeño. Hablaba sin tapujos de asuntos que otros compañeros suyos consideraban materia demoníaca.

Mi historia no es especial: docenas de alumnos vivieron la experiencia de ser entendidos, respetados y guiados. Ningún niño debería dejar la infancia sin haber conocido a alguien así.

Tras una evaluación catastrófica, me regaló "El guardián entre el centeno". Vaya forma de reprender, ¿eh? Cuando empecé a pasarle horribles novelitas de espías y cowboys, él las corregía atentamente y siempre dejaba una frase de ánimo al final: "Está usted mejorando, Pertierra. Siga escribiendo. Y lea mucho". Era mentira, pero seguí escribiendo. Y leyendo.

Y cuando llegó el momento de tomar una decisión e ir a Madrid a estudiar Periodismo cuando hacerlo en aquellos años 80 era una misión casi imposible, hizo todo lo que estuvo en su mano para que se hiciera realidad y que yo esté aquí y ahora escribiendo estas líneas sobre un hombre que un día lo dejó todo, se puso los hábitos y se fue de misiones. Puedo imaginarle perfectamente en aquellos lugares de pobreza e injusticia lanzando homilías que animaran a la gente a luchar, a no conformarse, a enfrentarse a todas las adversidades. Sonriendo y compartiendo lágrimas, entendiendo las razones de los demás por irracionales que parecieran, consolando sin palabras huecas, llamando a las fosas por su nombre y mirando a la gente a la cara, él con aquellos ojos que me recordaban a Robert Mitchum, tan llenos de humanidad, tan despojados de vanidades y egoísmos.

Volví a verle solo una vez más, cuando se ordenó sacerdote en su Oviedo natal y yo era un imberbe periodista. Solo un instante, sin adverbios ni preposiciones ni paréntesis. Su misión conmigo había terminado años antes pero faltaba la confirmación. "No nos equivocamos con la elección, ¿verdad?", me preguntó.

Por cierto, Alfonso: pero qué cojonuda es "La cruz de hierro".

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