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Genética del odio

Carlos López Otín se reivindica frente al dolor y la mediocridad

Decía Oscar Wilde que el dolor es un instante inmenso. Dice Carlos López Otín que la felicidad precisa de neurotransmisores y hormonas para los que existe una predisposición genética en cada individuo. Con o sin descripciones literarias de la tristeza o explicaciones científicas del bienestar emocional, todos y todas hemos transitado el camino de doble sentido de la una al otro, a veces con absoluto desvalimiento ante la imprevisibilidad de la existencia. Y, sí, el dolor embarga de forma invasiva mientras que a la felicidad, fragilísima, hay que retenerla y convertirla en memoria.

López Otín acaba de resumir su personal viaje hacia la tristeza en un libro que escribió como parte de su terapia para hacer camino de regreso al bienestar anterior. Es chocante asistir al cambio de registro de un investigador desde la mirada científica sobre la realidad que explora a la indagación en su propio universo emocional, regido por normas más volubles y sutiles, irreverentes al rigor académico.

Reconozco que me produce cierto pudor este acceso a su intimidad, por más que sea una voluntaria apertura de puertas, una confesión pública de tristeza con vocación de exorcismo de los demonios de su desdicha. Pero el relato que hace nuestro científico más internacional de las razones desencadenante de su descenso al pozo de la pena, eso me sumerge en la congoja. Es la estampa de un ser que sufre por el deseo ajeno de verle sufrir.

Cuántas veces hemos tenido conocimiento de vivencias de hostigamiento en las aulas. El último caso, un adolescente madrileño, Andrés, cuya carta de despedida antes de suicidarse es demoledora, catastrófica para la esperanza. Pero esta vez el escenario es el epicentro de la excelencia, la universidad, y su élite intelectual es la protagonista de una inmersión en las más profundas capas de la miseria humana.

Y no es cualquier universidad del mundo, es la nuestra que, si bien ha arropado públicamente desde sus órganos de gobierno López Otín, no ha hecho amago de esclarecer esos mecanismos para el descrédito que podrían estar funcionando, con la astucia de la mediocridad rampante y sus tedios. Cuenta el oscense que Severo Ochoa ya le previno al querer hacer carrera en la Universidad de Oviedo.

Solo la devoción hasta la militancia del alumnado de López Otín parece lavar la imagen de nuestra institución, cuyos males son los de otras muchas, soy consciente, pero a mí me duele la nuestra. Posiblemente pierda para siempre a su más reputado investigador. Ignoro si alguien ha ganado algo aquí pero lo evidente es que la perjudicada, más allá del daño a las personas concretas, es toda la sociedad.

Entiendo que la sobreexposición mediática en la que se haya López Otín -entrevistas en prensa, radios y televisiones de ámbito regional y nacional- con su libro "La vida en cuatro letras" como pretexto es, en realidad, una reivindicación de sí mismo como estrategia de autodefensa ante el ataque sistemático del que se siente víctima. Una visibilidad que tiene sus particulares riesgos, sobre todo para quien viene de un mundo en el que las noticias lo son de los logros científicos alcanzados y no de los trances de supervivencia de sus autores. Espero que este ser afligido no se haga más daño.

Porque leyendo y escuchando a López Otín, me conmueve su cándido despertar a la maldad humana y me pregunto si es necesario para un intelectual probar las mieles del dolor para explicar, por ejemplo, en este caso, cuál es la genética de la abominación, la envidia, el resentimiento y, como resultado, la incontenible pulsión por dañar a otro para empañar los logros de su talento y cercenar su capacidad de mejorar el mundo.

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