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El carburo de Claudio

Durante muchas décadas del pasado siglo, y desde que la luz eléctrica llegó a los pueblos, gran parte del concejo de Salas -y de sus limítrofes- dependía de La Belmontina. Las primeras ordeñadoras que compraron los ganaderos que tenían más de media docena de vacas -con menos no había rentabilidad y había que catar a mano- no funcionaban, por falta de energía suficiente, si había otro vecino con la máquina en funcionamiento al mismo tiempo. La radio tenía que tener un voltímetro para estabilizar la alimentación y poder oír los discos dedicados de Radio Andorra o los discursos enardecidos nocturnos de la Pasionaria (doña Dolores Ibarruri) en la Pirenaica, pero con sintonía muy baja por si oía algún vecino acusica que podía ir con el cante al cuartel de la Guardia Civil.

En invierno había que preparar la cena de las vacas antes de que anocheciese, no fuese a marchar a luz por un quítame allá esas ramas que azotan los dos cables que llegaban a las casas sobre postes de madera que se caían con la más mínima ventolera. Por aquellos tiempos navideños, las amas de casa ya tenían bien alimentados un par de buenos pollos, de los que hacían muslo por la huerta, para guisar con patatas -éstas eran alimento básico por entonces- con destino a la cena familiar de la Nochebuena y la despedida de año.

La que no faltaba con sus apagones a la cita navideña casi nunca era La Belmontina, que si no te dejaba a oscuras en la primera fiesta navideña lo hacía en la segunda. Eran apagones a veces de semanas, porque si quemaba el transformador comarcal, apaga y vámonos. Era entonces cuando había que preparar el caballo por los pueblos de las parroquias de Malleza y Mallecina para bajar hasta La Barraca a buscar carburo a Casa Claudio -un pequeño Corte Inglés de pueblo que pronto celebrará su centenario- que tenía este combustible en piedras metido en bidones perfectamente cerrados para que no perdiese propiedades. Llegabas a casa, abrías el candil, echabas una piedra en la recámara, le dabas media vuelta al mando del agua y ésta iba cayendo gota a gota encima del carburo. Y salía una llama más o menos regulable según la humedad recibida. Tenía el problema de que los gases que se respiraban llegaban a molestarte la nariz si prolongabas mucho la lectura del periódico.

Mis cenas navideñas más inolvidables fueron siempre a la luz del candil. La familia reunida, y en medio de la mesa el carburo de Claudio desprendía una luz que alargaba las sombras de las personas y cuando tocaba echar unas astillas de carbayo en la cocina -para estas fiestas se reservaba lo mejor del monte- entonces ya se veía mucho mejor que con la luz de la bombilla del cuarenta de La Belmontina. Y si el granizo golpeaba los cristales de las ventanas, entonces la estampa navideña era sublime. El carburo de Claudio fue lo que me permitió, en los inviernos de mi juventud, leer hasta las tantas LA NUEVA ESPAÑA que me reservaba mi padrino, José Tola de Malleza, que aunque me lo daba con un día de retraso era mi joya de la corona. Lo de tupirse la nariz por el carburo no tenía importancia. Navidades inolvidables aquellas. Éramos felices. Y no lo sabíamos.

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