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La Ciudad Y Los Días

La evocadora llegada de un tren

Las dificultades actuales de los viajeros para moverse por la Estación del Norte y las relaciones con las locomotoras de vapor del pasado

Dicen que recordar es volver a vivir. A ciertas edades, provectas desde luego, hemos de reconocer una especie de complacencia en la evocación de los buenos días perdidos. Por lo menos aquellos momentos en los que vivimos de cerca episodios interesantes o simplemente curiosos propios del lejano tiempo de nuestra infancia, adolescencia y juventud.

La vida y las costumbres han cambiado muchísimo pero, desde la altura de nuestra distorsionada pirámide de edades, saca uno la impresión de que asiste ahora mismo a escenas que, salvadas las circunstancias, patentizan un gran paralelismo con otras vividas hace más de medio siglo. Pongo el último ejemplo vivido en la noche del martes que reproduce exactamente el mismo hecho del verano pasado y de algunos anteriores.

Regresa el comentarista de un largo viaje en tren desde el Mediterráneo. Son las once en punto de la noche y el Alvia se detiene, como tiene por costumbre a su llegada, en una segunda vía alejada del andén principal de la estación. Grandes maletas rodantes, prisas, mucho barullete.

Los viajeros, aspirantes a tomar uno de los escasos taxis que esperan en la plaza, comprobamos que el sistema de desembarco mantiene las buenas costumbres. Por ello, es necesario subir al piso que hace de puente sobre las vías para lo que se le ofrecen varias opciones: a pie por una larga escalera o bien por otra, escueta y rodante, además de dos lentos ascensores de capacidad muy limitada ante los que se establecen sendas filas de aspirantes a ser transportados.

Muchos viajeros, con voluminosos equipajes, escogemos esta última opción que tan amablemente se nos ofrece. Ante el ascensor, una cortés y esforzada ayudante, ¡con una aparente porra al cinto!, vigila la evacuación y la justicia en la cadencia de embarques. Llegado nuestro turno, accedemos al piso superior donde, tras un breve recorrido, los viajeros se encuentran de nuevo ante tres posibilidades a elegir: escalera a pie, escalera mecánica o un nuevo ascensor para el descenso.

Milagrosamente, allí estaba ya, solícita y cortés, la misma la misma encargada de facilitar las maniobras. Para ello, mientras dura el embarque, ha de mantener abierta con una pierna la puerta del ascensor para que no se cierre antes de tiempo. Uno es lento por razones de peso de equipaje y de edad pero al fin, venturosamente y después de tantas emociones, llegamos a la parada de taxis ¡y pudimos tomar el último!

Estas aventuras no se pagan con dinero y ponen a prueba de los viajeros una serie de virtudes como la paciencia, la resistencia física, la comprensión, la caridad cristiana y desde luego la nostalgia de los buenos días perdidos. ¿Por qué digo esto? Pues no precisamente a humo de pajas.

¿Cómo no recordar aquellos tiempos de nuestra ya lejana juventud en los que la llegada de un tren -de vapor, por supuesto- era un acontecimiento que hasta se cantaba porque hacía a Adelina feliz?... Momento que, con frecuencia, tenía un gran paralelismo con el que acabo de comentar. Es verdad que, en caso de necesidad, los viajeros cruzaban a pie las vías con sus equipajes. Pero antes de hacerlo miraban a uno y otro lado por si pasaba otro tren. Procedimiento decididamente más expeditivo.

¿No es comprensible la añoranza?

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