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Perfeccionista y riguroso

Retrato de un compañero de trabajo y, sobre todo, amigo

Ha muerto Íñigo Santamaría. Ha muerto Íñigo Santamaría. Tengo que repetirlo hasta que sea capaz de asumirlo. Ayer, casualmente, pasé por el laboratorio de Oncología Molecular del HUCA para saludarles, a él y a su jefa, la doctora Milagros Balbín, y ella me lo dijo. Las dos en shock.

Muchos se preguntarán quién era Íñigo Santamaría. En el propio HUCA, fuera de un círculo reducido de oncólogos, hematólogos y personal del laboratorio, quizá no le conocían. Pero, para los hematólogos clínicos, Íñigo era una de las personas fundamentales para que pudiésemos tratar adecuadamente a los pacientes con enfermedades tan importantes como las leucemias (mieloide crónica, promielocítica...), era quien nos proporcionaba los datos para saber si un paciente estaba respondiendo adecuadamente a un tratamiento determinado, cuándo había que cambiar de fármacos, alguien que el enfermo no ve, pero que es clave en su evolución. Porque Íñigo era absolutamente meticuloso y seguro en sus resultados, quizás el biólogo molecular mejor que pudimos soñar. Era un perfeccionista absoluto. En todo. Demasiado, quizá, porque el afán por las cosas bien hechas a veces le hacía demasiado exigente consigo mismo y con los demás. Y eso consume energía.

De la importancia de su trabajo éramos totalmente conscientes los clínicos que dependíamos de sus datos, sus compañeros de laboratorio que conocían su rigor, pero me temo que no tanto las instancias directivas del Hospital. Íñigo llevaba trabajando en el HUCA desde que comenzó su andadura el laboratorio de Oncología Molecular en 2005, por un acuerdo entre el Sespa y el IUOPA y, debido a las rigideces del sistema, su trabajo dependía de contratos por meses, anuales en los casos mejores. Íñigo tenía casi 50 años y esta situación le agobiaba. Y no se abordó en ningún momento cómo resolver, de una vez por todas, la total integración en el sistema de un laboratorio que cumple una función básica con total éxito, como se ha demostrado en estos años.

Íñigo procuraba disfrutar con otras actividades, era un gran amante de las artes, sobre todo del teatro, y del teatro musical en concreto; en esto no era ningún diletante, era un experto que acudía a los estrenos de Nueva York y Londres y, por supuesto, de todo lo que se hacía en España. En los últimos años dedicó prácticamente su vida fuera del trabajo a la recopilación de todo lo que se había hecho en España en teatro musical desde 1955. El resultado fue una obra en cuatro tomos, magníficamente editada, que vino a cubrir un enorme hueco en este campo. Creo que le satisfizo porque, perfeccionista como era, consideraba un deber hacerlo y hacerlo bien. A raíz de esto le convocaron para charlas, conferencias, tanto en universidades como con medios especializados, y aquí, en Asturias, tuvo un pequeño espacio en la RPA los domingos por la mañana.

Sin embargo, tras finalizar este trabajo, no encontró nada que le resultara estimulante, que le hiciera suficientemente atractiva la vida. Íñigo entró en depresión. Tuvo que dejar de trabajar, pero vivía con la angustia de los problemas que causaba su falta en el laboratorio por un lado y por otro con el riesgo de que no se renovase su contrato si no se incorporaba, así que, aunque el tratamiento que se le prescribió no estaba siendo eficaz, se reincorporó.

Y el esfuerzo de seguir por encima de todo le agotó a él, una persona inteligente, brillante en su trabajo y, quizá, demasiado sensible.

Su muerte es un duro golpe para el laboratorio de Oncología Molecular y el HUCA. Se le sustituirá, pero será difícil encontrar a alguien de su talla y, desde luego, su vacío imposible de llenar en el corazón de sus amigos. Y en el mío. Que en paz descanses, Iñi.

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