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Paraíso capital

Aquellos garitos, algunas canciones

A riesgo de dejar en evidencia la dramática realidad sobre mi salud mental, creo llegado el momento de reconocer que mi sentido común no está al mando de las operaciones de mi cerebro. Estoy en modo soñador nostálgico.

Hay una aparente normalidad en el día a día. La convivencia con mi esposa y mis tres hijos da estabilidad a la mayoría de mis comportamientos. Más o menos compartimos horarios de comida, los electrodomésticos de perfil lúdico, tradiciones inalterables como el pizza-peli familiar de los viernes. Hemos formalizado una nueva rutina de convivencia que parece funcionar.

Pero, ay, si me quedo a solas con mis pensamientos. Ahí se evidencia el drama. Es cuando caigo en un estado de catalepsia consciente donde apenas se aprecia el latido del corazón.

Mi psique serpentea hasta una caverna en las profundidades de mi mollera. Buscándome a mí mismo, mi yo de principios de los noventa. Donde me localizo arreglado para salir. La estampa se me revela claramente. Chupa de ante, zapatos de piel vuelta, dos mil pesetas en el bolsillo, lo tengo todo para triunfar.

Así vestido regreso a aquellas noches vertebradas por rutinas que, paradójicamente, garantizaban la exclusiva novedad de la diversión.

Nacían en el Movie o alrededores, Plaza de San Miguel. Pertenecíamos a la tribu de rondadores acomodados en algún portal. Nos llegaban ecos lejanos, Style Council, Stone Roses o Pulp, mientras comentábamos aquel escaparate de rabiosa belleza juvenil. Bebiendo sin prisa, con más risas que sed.

Más adelante, ya en el antiguo, ya en el Channel. Templo incendiario. La noche alcanzaba un ritmo frenético. Las melenas se enredaban. Los vinilos se amontonaban. La Chatunga, los Sonics, los Johnnie Jets. Máximo voltaje, danzas salvajes, tiempo para sudar.

Justo antes o justo después, algún garito extra a la caza de alguna canción. La cabecera de Doctor en Alaska, sólo disponible en las estrecheces de La Reserva. Jamiroquai, rey de reyes sobre la pista del Planeta Tierra. La Santa Sebe, donde nunca sabías qué ibas a escuchar. Pero el ritmo te golpeaba el pecho, lo tenías que bailar.

Sin asomo de cansancio la noche se rompía, las conversaciones se perdían y la nocturnidad se sublimaba traspasada la puerta del Monster Rock. Tierra de himnos, el maestro Tony the Stomper convocaba los espíritus de los Pixies, de Tyrone Davis, de Massive Atack. Nos derretía el volumen, vibraban los vasos. Nos contoneábamos brazos en alto, siniestra la oscuridad. La temperatura subía. Los aullidos. El ruido. Hasta hacernos evaporar.

Cosa de brujas. Transformado en nube de gas, viajo de vuelta por esa dimensión para condensarme en el mismo sofá donde comenzó todo. Tomo entonces conciencia de la realidad. De mi edad, de mis circunstancias. Estoy en casa, estoy bien.

Con media sonrisa me abstraigo de nuevo. Viajo esta vez por comarcas empíricas. Lugares cercanos. La luna, la inopia, Babia. Me dejo llevar por un elepé girando en el tocadiscos. Dando vueltas como mi cabeza. Hipnótica y sonora la banda de irrealidad.

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