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La mirada de Lúculo | crónicas gastronómicas

Algo sobre la cocina callejera

Comer en la calle se ha puesto de moda cuando realmente jamás ha dejado de estarlo; resulta socorrido si lo que te ofrecen es apetecible, pero como en muchos restaurantes conviene estar atentos

Tengo buenos recuerdos de comer en las calles de Nueva Orleans, de los po-boy, esos sandwich submarino de almejas rebozadas, que me hacían pensar, a su vez, en los bocadillos de calamares de la infancia, de las mufalettas italianas del Barrio Francés, los tacos y los hot dogs neoyorquinos de Nathan's. Incluso de los grasientos fish and chips ingleses que, ya ven como son las cosas, habían dejado de tener interés para mí cuando por indiscutibles razones higiénicas se prohibió la envoltura del pescado y las patatas fritas en papel de periódico. Precisamente en el papel de periódico, con la tinta no del todo seca aún debido a la urgencia con que entonces se sucedían las ediciones, residía parte del encanto de aquella fritura. Durante un tiempo llegué a hacerme con una guía de los mejores establecimientos de Londres donde comerla. Los que más me gustaban eran los que practicaban la tradición del norte industrial de la mantequilla y la merluza frente al bacalao y al aceite vegetal característico de las localidades costeras del sur. Cuanto más contundente el pescado más sabroso. En último caso, más comestible.

En Sudamérica, me aficioné a los anticuchos peruanos(brochetas de corazón de res marinada que se asan a la parrilla) y que frecuentaba en los puestos limeños. El corazón es una carne fibrosa y dura que necesita una cocción especial para no resultar intragable y un marinado de limón para domesticarla. No hace demasiado reviví el recuerdo del anticucho gracias a una recreación genial que hace de él Víctor Gutiérrez en su restaurante de Salamanca. En Venezuela, es imposible no comer una arepa rellena y si uno está algo más introducido en las costumbres locales debe probrar las riquísimas hallacas que, como antes sucedió en Cuba con los tamales, se encuentran en estos momentos al borde de la desaparición. Algo que resulta especialmente inaceptable cuando se trata, además, de comidas relacionadas con las festividades navideñas.

Leo que comer en la calle se ha puesto de moda en Europa cuando realmente jamás ha dejado de estarlo. Por lo que me concierne, nunca he tenido inconveniente en picar de los puestos callejeros que ofrecen garantías. ¿A quién no le ha apetecido comer un buen pedazo de pizza en Roma o Nápoles? O hacer el movimiento de cuello de las focas para llevarse a la boca un arenque crudo entero y verdadero en una de tantas furgonetas delicatesen de Amsterdam. He perseguido más de una vez los currywurst de Berlín, y en Praga las monumentales klobasy que sirven en el Tipsport Arena en los partidos de hockey hielo del Sparta. Los gyros en Atenas, los kebap en Estambul, el kokoreç (intestinos de cordero fritos), los pinchitos de mejillones empanados (midye tava), la pakora india (verdura frita). Comer en la calle resulta socorrido cuando lo que te ofrecen en ella es apetecible y distinto. Eso, sí, como sucede en algunos restaurantes, conviene estar muy atento al producto.

En ese estado de atención permanente me encontraba la primera vez que pise la Plaza de Jamaa el-Fna, en Marrakech. Se apagaban las luces del día entre el trasiego de los que instalaban sus cocinas ambulantes. Dirigía la mirada a las viandas, mientras trataba de evitar objetos voladores no identificados dispuestos a arrimarse o entablar conversación sobre los asuntos más peregrinos. Cualquiera que haya estado allí sabrá a lo que me refiero. Si no es así, pero han visitado otros lugares del Magreb, también, porque en todos sucede lo mismo y la cantidad de pelmazos por metro cuadrado supera cualquier previsión. En Jamaa el-Fna hay varias paradas: cuando uno se ha hecho con la plaza ya sabe dónde sirven los mejores pinchos de cordero, el mejor tajine, las salchichas (merguez) menos agresivas para el organismo, la chermoula menos picante, el khobz (pan) recién horneado más crujiente o las berenjenas fritas menos grasientas.

Jamaa el-Fna, a su manera, es una escuela de la cocina callejera. Pero la verdadera universidad está en Asia. En los mercados de Penang, Malasia, con las distintas variedades de arroces (nasi goreng), los fideos (me hoon) con cerdo, y esa sopa picante que llaman laksa, capaz de elevar el ánimo a cualquier espíritu decaído. En Hong Kong, donde, mezclados entre los puestos, uno puede encontrar también mesas y sillas para hacer paradas en algunos de los mejores restaurantes de pescado y marisco que he tenido la ocasión de disfrutar en mi vida. En los mercados callejeros de Beirut, los souks, donde cualquiera puede detenerse a comer el gran repertorio libanés, taboulés, verduras que despiertan los sentidos, cordero asado, etcétera. O en Singapur, donde algún día me desperecé de la placidez de las ginebras con granadina pensando en Paul Morand, cuando decía aquello de que un inglés sabe convertir una cena en la ceremonia más aburrida e indigesta del mundo. Y, para doctorarme en la universidad de la calle, me lancé a los hawkers en busca del delicioso cangrejo con chile y el satay, los pedazos de carne marinados en cúrcuma que asan a la parrilla ensartados en un pincho de bambú sobre unas brasas de carbón.

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