Crítica
Inconmensurable Celso Albelo
Sobre la mala ubicación de una orquesta y la incapacidad del director para controlar su volumen

Inconmensurable Celso Albelo
Carlos GONZÁLEZ ABELEDO
Si ayer teníamos necesariamente que destacar la actuación de Beatriz Díaz en una mediocre función (03.11.10) del «Elisir d'amore» que durante este mes de noviembre se está representando en el Teatro La Fenice de Venecia, hoy tenemos que hablar de una representación exitosa (04.11.10) por casi todos sus componentes. Hilando muy fino, si tenemos que destacar algo, tendríamos que hacerlo con el Nemorino que el tinerfeño Celso Albelo bordó en el histórico escenario veneciano. Su «furtiva lacrima», desgranada con un superlativo control del fiato, con unos reguladores como nunca se habían oído antes, a buen seguro hará historia y marcará un antes y un después dentro de la interpretación de la conocida romanza donizetiana. No nos extraña nada que en la primera función bisara el conocido fragmento y que ayer se pidiera lo mismo por parte del público.
La Adina de Desireè Rancatore, cuya voz en principio podríamos calificar de algo escasa en densidad vocal para el papel, estuvo muy bien cantada, supliendo con creces la inteligencia y buen hacer de la artista -también en lo escénico-, las carencias de tipo estructural que pudieran existir. Fue muy aplaudida sobre todo en la escena final con Nemorino, que también bisó parcialmente en el estreno.
Otra lección de canto fue la dictada por el bajo-barítono Bruno de Simone en su interpretación de Dulcamara. A mí me recordó las legendarias interpretaciones de Enzo Dara en uno de los papeles de bajo-bufo por excelencia. Fue con toda justicia otro de los triunfadores de la velada. Un escalón por debajo el Belcore de Roberto de Candia, sin que su interpretación rebajara el alto nivel vocal de la función.
Igual de mal que el día anterior el maestro Matteo Beltrami, aunque la bondad del reparto vocal ayudó a disimular sus carencias. Tuvo casi los mismos problemas que el día anterior en la concertación de la obra, y con el arbitrario volumen de la orquesta. Ni un detalle de buen gusto en las dos horas y diez minutos que dura la ópera. No es de recibo que la generalizada y a mi modo de ver errónea reubicación de la orquesta prácticamente en el patio de butacas se yuxtaponga con la manía de los hoy todopoderosos directores de escena de colocar a los protagonistas en el fondo del escenario a cantar, como ocurrió en varias ocasiones.
Si además el director es incapaz de controlar el volumen orquestal, aunque el número de profesores sea ciertamente reducido (48 en esta ocasión), el espectáculo se resiente, y los cantantes, que no lo olvidemos son la esencia de la ópera, se ven excesiva e injustamente perjudicados.
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