Con todo, la nota distintiva de esta casa la pone no la gula sino la lujuria más desenfrenada: los comensales retozan entre sí mientras almuerzan sin importar el sexo ni la edad ni la clase o condición. Algunos sobre las propias mesas, pareados otros en los asientos, tumbados los más en los lechos que se entremezclan con los manteles, tiznándolo todo sin cesar. Cuando cae la noche, las camas bajo las estrellas se llenan de una clientela insaciable y sudorosa, aunque, ahítos como llegan, suelen dormir en su mayoría a pierna suelta hasta que el sol está nuevamente en su cénit. Sin embargo, en las horas oscuras, se oye como mar de fondo el roce de las pieles churruscadas, ruido al que se superponen graznidos más o menos lejanos que no cesan ni un momento. Entre los clientes habituales de "El Averno" suele verse a Otto Röhm, inventor del metacrilato, aislado siempre en una esquina, o a un cineasta de culto neoyorquino, acompañado de una nieta pubescente.