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En el Averno

En el Averno

En "El Averno" el calor es inaguantable. No es así de extrañar que se trate de un establecimiento nudista. Se halla en la célebre Albufera de Valencia y carece de interiores, todo está, incluidos los baños, a pleno sol. Pero ahí reside uno de sus mayores atractivos, la torrefacción. Los habituales de este hotel-restaurante tienen toda la piel quemada, como las castañas que se venden en esos puestos callejeros con los primeros fríos del invierno. Bajo soles de justicia los comensales demandan carnes, pescados u hortalizas horneadas que son puro carbón, olvidando que la famosa reacción de Maillard lo ha de dejar sólo con gratos y melosos tonos amarronados. Pero eso a ellos les parece cosa de damiselas, por lo que exigen asados más allá de cualquier límite convencional. Al coger los cubiertos los clientes descubren que el metal abrasa por encima de lo soportable, razón por la que han de recurrir a sus propias manos para despedazar las viandas y llevarlas a la boca.

Con todo, la nota distintiva de esta casa la pone no la gula sino la lujuria más desenfrenada: los comensales retozan entre sí mientras almuerzan sin importar el sexo ni la edad ni la clase o condición. Algunos sobre las propias mesas, pareados otros en los asientos, tumbados los más en los lechos que se entremezclan con los manteles, tiznándolo todo sin cesar. Cuando cae la noche, las camas bajo las estrellas se llenan de una clientela insaciable y sudorosa, aunque, ahítos como llegan, suelen dormir en su mayoría a pierna suelta hasta que el sol está nuevamente en su cénit. Sin embargo, en las horas oscuras, se oye como mar de fondo el roce de las pieles churruscadas, ruido al que se superponen graznidos más o menos lejanos que no cesan ni un momento. Entre los clientes habituales de "El Averno" suele verse a Otto Röhm, inventor del metacrilato, aislado siempre en una esquina, o a un cineasta de culto neoyorquino, acompañado de una nieta pubescente.

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