El mítico Harrods ha cambiado de dueño. Los famosos almacenes londinenses, símbolo del lujo y de la atención exquisita y templo de lo más selecto de la sociedad británica, ya no pertenece al magnate egipcio Mohamed al Fayed. El padre del que fuera novio de la princesa Diana de Gales lo adquirió hace veinticinco años y hace unos días lo vendió a la familia real de Qatar.

La difusión de dicha operación financiera no ha servido para que este establecimiento gane en popularidad. Su prestigio, que traspasa las fronteras del Reino Unido, es tal que son pocos los turistas que arriban a la ciudad del Támesis y no visitan el emblemático edificio de Brompton Road, en el selecto barrio de Kensington. Todo viajero traspasa las puertas de este negocio dispuesto a adquirir un producto con el sello de Harrods. Para ello es aconsejable llevar la cartera bien surtida, ya que la exclusividad de los artículos se manifiesta en sus precios, generalmente bastante elevados. Esto restringe la entrada al público, lo que se hace notar en el perfil del cliente que compra en estos grandes almacenes: vips de cualquier parte del mundo y, entre ellos, los magnates árabes que aparcan sus coches de superlujo a la puerta mientras realizan las compras. Y no es raro ver a grupos de mujeres musulmanas cubiertas de la cabeza a los pies gastando desorbitadas cantidades de dinero.

Pero, ¿qué tiene este comercio para despertar tanto interés? Para unos es la meca del lujo, el lugar donde se pueden adquirir las primeras firmas mundiales en moda, complementos, perfumería, joyería, regalo... ; para otros, un centro comercial más con precios exagerados. Y hay un tercer grupo, bastante numeroso, que únicamente se siente atraído por la sección de alimentación. Y no es para menos. A primera vista llama la atención la decoración de sus salas, pero cuando los ojos ya se han acostumbrado a los ornamentos, se detiene con sumo interés en la gran variedad de artículos expuestos, de primera calidad y exquisitamente presentados. Esta belleza despierta todos los sentidos y muchos antojos. Es muy difícil no sucumbir ante tantas delicias. La compra de alguna de ellas provoca la satisfacción del cliente, que abandona Harrods feliz con su capricho gastronómico.