El tufo molecular de Madrid Fusión es capaz de convencernos de que el fuego y el acero no son la verdad indispensable de una cocina. Sin embargo, el cuchillo ha sido siempre la prolongación del cocinero, la primera manifestación de su destreza, de sus sueños y ambiciones. Uno puede tener a mano los cuchillos que prefiera y del tamaño que desee. Pero, antes que nada, tiene que disponer de un cuchillo bien afilado que le resulte más cómodo que el resto. Con él podrá cortar todo aquello que se le ponga por delante. Hay magníficos aceros alemanes de Henckels, Wüsthof, Global, Müller, etcétera, pero también existen otros nacionales más baratos y estupendos, con medidas de filo y pesos variados. Lo primordial en un cuchillo, como en un instrumento musical, es la afinación. Con un acero romo se puede destrozar el producto; quien lo utiliza corre el riesgo, además, de cortarse con mayor facilidad que al usar uno afilado. Junto a un cuchillo hay que tener una piedra para su mantenimiento y puesta a punto. Los filos se desgastan de restregarlos contra los afiladores de acero. Si el cuchillo es fundamental en la cocina, lo es en igual medida el fuego que actúa como el termómetro de las cocciones. El tejido de la carne es el de un organismo vivo y no hay dos trozos iguales.

De la carne se suele decir que está hecha cuando ella misma lo decide. En un pichón o en una codorniz, si no te fías de la experiencia merece la pena hender en la pieza para comprobar el estado de la cocción. El filete se cocina hasta que tu toque te da entender que está en su punto. Una chuleta de cordero o de ternera tiene que ofrecer cierta blandura al tacto, un tipo de elasticidad que se percibe en los materiales de primera calidad.

Las cocinas hace tiempo que han dejado de ser infiernos para convertirse en finos laboratorios, pero eso no sucede en todos los casos. La mayoría de los cocineros se mueve en ollas de agua hirviendo y calderas de Botero, sin tener que aspirar por ello a la gloria por la que clamaba el gran Antonin Carême. Ni, como dijo el británico Gordon Ramsay, un primer espada, pretender una erección increíble durante doce horas, «algo tan brutal como si tomaras una viagra».