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El año que conocí al guardián de las palabras

Margaret Qualley.

My year Salinger (aquí rebautizada de forma lamentable con el muy cursi “Sueños de una escritora en Nueva York) se atreve a entrar en el peligroso subgénero de las historias que se desarrollan en el mundo literario. O mundillo, las más de las veces. Como retrato del funcionamiento de una agencia literaria en sus relaciones con los escritores a los que representa, la película de Falardeau (lejos queda su formidable Profesor Lazhar) no tiene mucho que ofrecer y todo se reduce a cuatro chascarrillos que la hacen irrelevante en ese aspecto.

Por fortuna, tiene algunos elementos de interés más allá de ese lado esquemático y superficial, y que, además, la alejan de la comparación un tanto precipitada e injusta con “El Diablo viste de Prada”, traída por los pelos solo porque se plantea una relación tormentosa entre una veterana profesional que parece disfrutar siendo borde y sometiendo a sus empleadas a todo tipo de pruebas para saber de qué material están hechas.

Lo más llamativo, y quizá morboso para los amantes de la buena letra, es la relación que se establece entre la aprendiz de agente / escritora (magnífica Margaret Qualley en el desarrollo de un personaje que oscila entre la ilusión vulnerable y la decepción incipiente) y la sombra de Salinger, el escritor que puso letras arriba la Literatura con mayúscula con El guardián entre el centeno y que decidió abandonar la vida pública para encerrarse en su casa a cal y canto. La película ofrece un retrato cálido del esquivo escritor sin mostrarle nunca, recurriendo solo a su voz por teléfono o a la mirada colgada de la pared para crear un vínculo de afecto que propiciará un desenlace emotivo. Esa condición de autor que quiere que le dejen en paz permite al guión una vía coral bien resuelta: las cartas de los admiradores de Salinger que llegan a la agencia ofreciendo un variado menú de reacciones ante la fuerza de unos libros que dejan profunda huella en quienes los leen.

Conmovida en algunos casos por el contenido de esas cartas condenadas a ser pasto de la trituradora, la joven aspirante a escritor toma la decisión de dar respuesta no quedarse quieta y aceptar la regla de la destrucción. ¿Por qué no contestar en nombre del autor para dar una luz de esperanza a quien vive en la oscuridad? La rebelión no tiene los resultados esperados pero sí ayuda a que se vaya agrietando el muro de contención que mantiene a la protagonista atada a un trabajo que no le gusta y que es un lastre para sus verdaderas vocaciones. En ese sentido, y con la que está cayendo, reconforta ver una película que se toma en serio el papel inspirador y en cierto modo liberador del arte literario frente al reduccionismo intelectual y la pereza creativa de las redes sociales.

Y, dejando al margen una historia de amor un tanto convencional y alguna solución “audaz” con escena de musical incluida, la película lanza oportunos apuntes sobre la soledad de una mujer perdida en la gran ciudad y brilla como drama en la notable escena en la que la jefa (Weaver, impecable) y la aprendiz descubren la emocionante fortaleza de sus flaquezas.

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