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Londres me mata

Una escena de “Última noche en el Soho”.

Edgar Wright puede convertir cualquier material en un lustroso catálogo de imágenes impactantes gracias a ejercicios de estilo rumboso y rimbombante. Sus películas pueden tener guiones más o menos solventes y su irregularidad es indiscutible, pero en todas ellas hay un manojo de momentos que te ponen los ojos de punta. ¿Coincidimos en que Bienvenidos al fin del mundo es su mejor obra junto a The Sparks Brothers?

Tras la briosa y atronadora Baby driver, Wright se marca un viaje al pasado en todos los sentidos. No solo por el recurso argumental de atrapar en el tiempo a un personaje, esta vez sin bucle ni coche fantástico, sino también y sobre todo por el aluvión de referencias de todo tipo y condición que arroja al guiso, dándole a partir de la primera hora (+ o -) un meneo a la pota que descoloca, marea y termina irritando. Su gran mérito es también su talón de Aquiles por no saber medir las cantidades. Y satura porque se le va de las manos la duración (casi dos horas, cuando las ideas se acabaron mucho antes), se repite y, bum, se viene abajo.

Pero no nos dejemos llevar tan pronto por la decepción, que es tóxica. Disfrutemos de esa primera parte formidable en la que seguimos los pasos de una chica que deja su pueblo para irse a Londres para intentar ser diseñadora de moda. El choque con un mundo completamente distinto al que conoce es brutal. Y qué bien cuenta el director ese estado permanente de perplejidad, temor y coraje. Nos deja caer pistas de que no estamos ante una típica historia de aprendizaje vital: la aspirante a diseñadora tiene muchas heridas abiertas en su memoria, y su carácter tímido y asustadizo solo deja de causarle problemas cuando se sirve de su pasión por el ayer: los fascinantes años 60 londinenses con James Bond en cartelera, música de Petula Clark y Sandie Shaw, vestuarios de ensueño. Wright no da puntada sin hilo. Que la protagonista se llame “Eloise” no es casual (cómo añoramos a Tino Casal). Tampoco la presencia en el reparto de antiguas estrellas como Terence Stamp, la airada Rita Tushingham y la fallecida Diana Rigg (Emma Peel en “Los Vengadores”). La banda sonora permanente e invasiva (como en Baby driver) hace de la película un musical encubierto, y nada que objetar. Y damos por válido y valioso ese primer desconcierto de desdoblamientos resueltos con sofisticada brillantez. Wright hace de los espejos una herramienta extraordinaria. Pero la irrupción del elemento fantasmal convierte el exceso en falta de soluciones, los personajes pierden interés, el ritmo se aletarga por muchas cabriolas que haga la cámara. La historia se vuelve histeria intentando emular a Argento, De Palma o Polanski, y aburre en el intento.

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