Miguel Galano (Tapia de Casariego, 1956) se llama Miguel Ángel García García. De niño era Galanín y ahora es Galano, un nombre de la casa de La Roda de donde procede su familia. Dice que, desde que marchó a Madrid, donde se licenció en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando, nunca tomó vacaciones de pintar, pero su carrera prácticamente empezó hace 15 años en la galería Vértice de Oviedo.

Durante 20 años fue profesor de dibujo, de lo que está jubilado por su fobia social. Tiene obra en importantes colecciones y museos y bastantes premios, el último el «Fundación Focus-Abengoa». Vive en Oviedo, está casado y tiene dos hijas, de 25 y 16 años.

-¿Qué tal le fue la carrera en Madrid?

-Gozosa. La saqué año a año. Trabajaba muy rigurosamente para tener el verano libre.

-Pensaba en la vida capitalina.

-No salía mucho. Fui a conciertos de Rory Gallagher y de «Jethro Tull» en el pabellón de los deportes del Real Madrid y mi decepción cuando vi el Santiago Bernabeu por primera vez porque me pareció pequeño. Cuando entré comprendí esa falta de volumen que una parte estaba por debajo del suelo. Vi a Miljanic, Pirri, Del Bosque, Santillana, Camacho y los alemanes Netzer y Breitner, que eran los fichajes estrella. También fui al baloncesto y a las carreras del Jarama cuando había coches de seis ruedas. Fui algo a Rock-Ola y a Malasaña, pero de la «movida» sólo recuerdo haber visto a Alaska en «Kaka de Luxe» en una fiesta de primavera.

-¿Y dónde veía pintura?

-Entonces el arte contemporáneo no estaba en los museos, sino en las galerías de la zona de Claudio Coello. Di incontables paseos por esa zona, por la galería de Juana Mordó, para ver lo primero del grupo El Paso y del informalismo español.

-¿Dónde hizo la mili?

-En Huesca, en alta montaña, sin más problema que el robo de un año y medio a las órdenes de gente incapaz. Al volver aguanté unos meses en Madrid y vine a Oviedo, a casa de mi hermana, para recibir clases particulares de dibujo técnico. Sabía que era imposible vivir de la pintura y pensé en sacar una oposición a instituto. Luego descubrí lo que eran las escuelas de Artes y Oficios y me enfoqué hacia ellas. Acerté, porque en las escuelas el ambiente es artístico. Siempre di las clases desde el punto de vista del pintor, más que del profesor de dibujo. En 1983 la Escuela de Artes de León, que era nueva, convocó plazas y fue mi primer destino docente. Ese mismo año mi mujer acabó de estudiar en Italia.

-¿Cómo la conoció?

-En agosto de 1979 en Tapia. Es italiana, de Milán, hija de unos maestros amantes de la naturaleza que pasaban los dos meses de verano recorriendo Europa. Al recorrer España conocieron Porcía (El Franco), se enamoraron de la bahía, y volvían con su «roulotte» en veranos alternos. En 1980, en el tiempo entre que acabé la carrera y empecé la mili, le devolví la visita. Pasé el mes de octubre en Milán con el dinero que había ganado durante el verano con un pub, Pirosmani, se llamaba como el pintor primitivista, en el local que luego fue El Tangarte.

-¿Fue a Milán por ella?

-Sí. A partir de entonces tuvimos una relación estable. Vino a León en 1983 y nos casamos en 1984. Saqué una oposición y conseguí plaza en Mérida (Badajoz), donde pasamos cinco años. Quería ir a Madrid por las galerías y para abrirme paso como pintor. Lo logré. Di clase de dibujo durante tres años en la escuela de la calle Marqués de Cubas. Luego pedí cambio de destino y así llegué a Oviedo.

-¿Por qué dejó Madrid?

-No era lo mismo vivir de estudiante que de residente.

-¿Cómo le fue en la Escuela de Artes y Oficios de Oviedo, en la que estuvo de 1992 a 2002?

-Conecté muy bien con algunos alumnos. Enseñé lo que sabía con intensidad, y lo que era mi infierno también fue un paraíso: el placer inmenso de la enseñanza iba siempre con el horror enorme de la comunicación. Envidiaba mucho a Fernando Alba por la naturalidad con que daba las enseñanzas y comentaba en clase. Yo lo vivía, pero la profesión que elegí era la peor para «mi cojera», para mi fobia social, y la llevó hasta un límite insostenible.

-¿Se acentuó con los años?

-En León había notado los primeros problemas. Había tenido altibajos siempre. En abril o mayo, cuando ya conocía a los alumnos y estaba más cerca el final de curso, me sentía mejor. A principios de agosto empezaba a pensar en el regreso y no podía dormir. Me volvía irritable. Un día no fui a clase porque no podía ir. Fui al médico. Ese día «estrené el talonario de bajas» y hasta la jubilación, a los 45 años.

-Dice que pintó siempre, pero tardó en presentarse como pintor.

-Tardé mucho en encontrar mi sitio como pintor. Iba desde Mérida a Madrid para estar informado y pintaba como se pintaba en cada momento. Hubo una época pre-movida, otra en la que Luis Gordillo hacía un poco de padre, luego un nuevo realismo de Alcolea, Dis Berlín, y yo pintaba como se iba llevando. No iba al Prado, iba a galerías y me resultaba más difícil entender a Velázquez y a Goya que a Gordillo. Sabía que aquello no era yo y me producía una insatisfacción enorme. Quería ser un pintor con una identidad, y esa identidad no aparecía.

-¿Cuándo la encontró?

-A finales de los ochenta las cosas empiezan a cambiar y a ganar sentido. El estilo o como lo llames, ese lugar que te pertenece, lo encontré al dejar de buscarlo, cuando quise dejar de ser moderno para ser yo. Hay una transición y conviven distintas cosas pero nace una voz que sigue estando. Encontré mi voz en algo que no tenía nada que ver con lo que veía. El conflicto se resolvió muy a mi favor y salió lo que tiene que ver conmigo. La pintura tiene que ser honrada y todo lo anterior era impostado. Eso no es acomodo pero las tensiones desaparecieron.

-Aunque colgó cuadros en los ochenta, casi debutó con 40 años.

-En 1995 en la galería Vértice de Oviedo. Antes no me atrevía a exponer, no llamaba a puertas.

-¿Desde que dejó la enseñanza está mejor?

-La jubilación me libró de algo insoportable y eso cambió todo. La pintura es muy egoísta y venía reclamando tiempo. ¿Cuánto? Todo el tiempo. Esa fuerza encuentra acomodo y eso al paisano le viene bien. Es una vía de liberación. La pintura me salvó la vida.

-¿Es para tanto?

-Creo en la relación que hay entre el arte y el dolor, y en el arte sanador. Soy devoto de los artistas cuyo trabajo tiene ese aroma. Reconozco y aprecio ese dolor que hay en Van Gogh, en Munch y en tantos artistas del siglo XX. La creatividad y la luz que un grado de locura puede alumbrar es apasionante, también para el espectador. Cuando se da esa salida -magnífica para el arte, no para el artista- queda a la vista un genio que cambiaría por cualquier cosa.

-¿Cómo es con sus hijas?

-Son lo más maravilloso que me ha pasado, pero tengo muchas dudas de ser un buen padre. Les dedico poco tiempo porque vivo absorbido en esto. «Mi cojera» no excluye a nadie, ni a mi mujer, ni a mis hijas ni a mis amigos, salvo excepción.

-¿Quién?

-Cuco Suárez, porque sabe de «cojeras» más que yo. La galerista Guillermina Caicoya me dijo con acierto: «Cuco te sirve de escudo».

-Su mujer conocerá bien su «cojera».

-Sí, aunque yo mismo la voy conociendo y he aprendido a conducirla.

-¿Qué tal siente que le ha tratado la vida?

-Quiero ser optimista y lo consigo: la vida es un regalo inmenso. Cuento la historia negra -y trato de no exagerar-, pero también lo pasé de cojones. Mi fobia limita mis relaciones -y siempre fue así-, pero también me gustan la comida, los viajes, el cine y la poesía. Hay una balanza. Gozo tanto, y con tanta intensidad, como sufro. Hago una obra que tiene sentido sólo hace 15 años. Voy a museos y siento esos placeres elevados que tienen que ver con el arte. La idea de que alguien pueda vivir algo similar con una de mis obras me gusta mucho. Es la idea de devolver. ¿Tiene también vanidad y egocentrismo?

-Eso, ¿tiene también vanidad y egocentrismo?

-Dilo tú. Creo que tiene más que ver con la idea de devolver. Dice Punset que somos más subconsciente que nada. En uno de mis primeros catálogos hay un prólogo de Pedro de Silva donde cuenta que me pregunta por qué hago esto y le contesto que para comunicar, porque hace posible la comunicación. También gozo como consumidor de lujo del arte y como creador. El creador es, a la vez, el primer observador. Kandinsky se refiere a ese ver el primero. Que la mayoría de las veces sea una mierda no resta intensidad al instante.