«Al final de cada dura jornada la gente encuentra una razón para creer»

«Reason to believe», de Bruce Springsteen

Parte de nuestros males proviene de que hay demasiados hombres vergonzosamente ricos o desesperadamente pobres. Hoy en día, por suerte?

«Perdona, ¿me pones un café con leche?». Luco levantó la cabeza asintiendo y se dirigió a la máquina de café, al otro lado de la barra. Le iba dando vueltas al texto de «Memorias de Adriano», al hecho de que alguien pudiera meterse en la cabeza de otro con tanta precisión. Que sí, que podía ser más fábula que otra cosa, pero?

«¡Con sacarina!». Luco se volvió sorprendido hacia el cliente, sonrió, levantó un pulgar y con un rápido gesto cambió el sobre de azúcar por el de sacarina. «Aquí lo tienes; un euro, por favor». Tras el sonido del timbre de la caja echó un vistazo al bar. Una pareja tomándose un vino mañanero, Felipe con el primer café y el segundo periódico, Matilde con la máquina y el tipo nuevo que se acaba de sentar. Con su traje, su carpeta rebosante y su perla de sudor. Un comercial agobiado. Son multitud.

Hoy en día, por suerte, tiende a establecerse el equilibrio entre los dos extremos; las colosales fortunas de los emperadores y libertos son cosa pasada; Trimalción y? El teléfono. Dejó un palillo marcando la página y se escurrió hacia la pequeña cocina. No, el dueño no estaba; no, él no sabía nada del pedido, y no, desde luego no estaba autorizado a encargar nada. Sólo estaba de paso, de vez en cuando, un extra. Se estiró antes de salir de nuevo a la barra. En este momento fumaría un cigarro, y la verdad es que no había ningún motivo para no hacerlo, todo seguía igual. Cogió el tabaco de la repisa y se dirigió a la puerta. «Cualquier cosa, me decís, voy a echar un pito».

Sí que estaba bien el libro. Yourcenar? Había leído algo más de ella en la facultad. ¿Qué libro era? Uno sobre Grecia, tal vez. Se recordaba allí, sentado solo en un banco frente al aulario. En el campus. Joder, tenía que leer cada frase tres veces porque lo que de verdad absorbía su atención era que estaba allí, en el campus de la Universidad, leyendo y pensando que luego tal vez iría a tomar una caña, o a darse una vuelta por la ciudad, o? «¡Jefe! ¡Jefe! Perdona ¿Puedes ponernos otra rondita?». La colilla, a la acera, y Luco, para dentro. Dos vinos, y una tapina más enrollada, que es la segunda consumición. El modo automático funcionaba a las mil maravillas. Las 12.50, en breve sacaría la pizarra anunciando los partidos de la tarde. De momento, una pasadita a la barra y, de nuevo, al libro.

Trimalción y Nerón han muerto? Un periódico aterrizó en la barra a un palmo de sus narices. «¿Qué te dije yo?». Felipe señalaba un titular diminuto en una sección local. «¿Qué te dije yo? ¿No te dije yo que Alfredo tenía razón con lo de la calle aquella?». Luco miró fijamente los ojos que tenía enfrente. Brillaban, brillaban más que con los botellines de la tarde. Pero no tenía ni idea de quién era el tal Alfredo ni de cuál era la calle. Farfulló algo tipo «sí, aquello de la calle que tal». Hizo un gesto de espera, se levantó y guardó el libro en la mochila.

En su sitio.

Si ha pasado, está cantado; si está cantado, es que ha pasado.