En tiempos de crisis se está reproduciendo la historia de amor entre el hombre y una carne blanca, muy tierna y delicada con poca grasa, apenas colesterol y calorías, que, sin embargo, tiene más calcio y proteínas que el pollo, el pavo, la ternera, el cerdo, el cordero y el pescado. En Estados Unidos, son cada vez más los chefs que se apuntan como recurso culinario al económico conejo. Aquí el consumo también va en aumento.

En realidad, el conejo cayó en desgracia durante el baby boom de los años sesenta del siglo XX y se mantuvo en descenso libre hasta finales de los ochenta. Ahora, en un corto período de tiempo, la popularidad de esta carne se ha extendido entre las nuevas generaciones.

A pesar de que su valor nutricional es celebrado desde hace mucho tiempo, el conejo doméstico de hoy en día es considerado muy superior a cualquiera de los de antaño. Grano fino, tierna carne blanca, el conejo es muy apreciado por su versatilidad culinaria, eficiencia alimenticia y por su enorme productividad. Un conejo puede llegar producir 6 kilos de carne con la misma comida y el agua que necesita una vaca para dar uno.

Nativo de Marruecos y la península Ibérica, los romanos comenzaron a importar conejos vivos a Italia en el siglo III. Los romanos fueron, además, los primeros en criar conejos y mantenerlos cerrados en jardines y en conejeras (leporarium). Su hábitat se amplió todavía más cuando los buques de vela incluyeron a bordo parejas reproductoras dentro de las rutas marítimas para la alimentación de los marineros. En 1859, una pareja reproductora de conejos puesta en libertad en Victoria, Australia, hizo que la población ascendiese a los veinte millones en los siguientes treinta años. Y así...

La llegada del siglo XX trajo un crecimiento de la popularidad del conejo. Su presencia fue constante en casi todas las granjas europeas, así como en Estados Unidos. Durante los años de guerra de la década de 1940, el conejo doméstico era muy frecuente en los mercados de carne y casas rurales, con lo que la producción en Estados Unidos alcanzó un máximo histórico. En la actualidad, Francia sigue siendo el mayor productor y consumidor mundial. En el país vecino, el lapin es una pieza de resistencia en los hogares y en las cartas de los restaurantes, en civet, fricasse o en ballotine, rellenos de decenas de farsas distintas, verduras, piñones, hierbas aromáticas, etcétera.

Alain Ducasse tiene entre sus placeres íntimos los rilletes de conejo al romero, producto de dos horas de lenta y suave cocción en grasa de cerdo. Tras ese tiempo, la carne se vuelve tan tierna que con la ayuda de un tenedor o una cuchara se puede ir separando en hilos, acompañada de la grasa blanca para mezclarla con unas hojas de romero frescas y untar en frío sobre una rebanada de crujiente pan de hogaza. Es más que un tentempié.

El romero, que trae ese irresistible aroma de carrascal, es parte esencial de cualquier bouquet garni carnívoro en Francia. En Italia lo usan también para el pescado y las salsas de tomate. Al igual que el lentisco, el tomillo y el mirto, ofrece la primavera, solía decir el irrepetible Néstor Luján. No hay sociedad más indisoluble en Francia que la del cordero y el romero, tanto en el asado como en los guisos de cazuela (le gigot au romarin). Del mismo modo que no existe en el plato, para los franceses, una asociación mayor que la del gigot y las alubias. Las flageolets, que acompañan el asado bretón, o las cocos cocidas a fuego lento y ligadas con mantequilla de caracol que tanto le gustan al anteriormente citado Ducasse. Pero no es el cordero, tan de actualidad por otra parte debido a la Pascua, lo que nos ocupa en esta ocasión.

La primera vez que me dieron conejo no sabía lo que estaba comiendo, y mucho menos acerté a descifrarlo disfrazado en un civet, como lo preparaba una de mis abuelas, con una untuosa salsa de color chocolate, producto de la combinación del vino y la ligazón de la sangre, envuelto en el perfume de una picada con almendras, romero y no me acuerdo qué más. Seguramente, pensé que lo que comía era pollo o alguien me lo dijo para no ponerme en guardia, porque no puse reparo alguno. Los conejos que cocinaba mi abuela eran familiares, comían hojas de col y hierbajos. No vivían en libertad como los de monte, pero sí de manera desahogada y cómoda, lo que es probable les reportaba el estado de dicha suficiente para hacer su carne más amable.

El conejo se presta al estofado con el vino o el caldo, y se asocia fácilmente a la mostaza, los hongos, las ciruelas pasas y las aceitunas. Cuando es joven, da juego, marinado en un adobo picante, a la parrilla o al horno relleno de hierbas frescas. Una preparación que no entraña dificultad y sí garantiza ciertas dosis de placer es la de unas paletillas o patas delanteras guisadas con vino blanco, romero y aceitunas manzanilla. Las patas se fríen en una cazuela en aceite de oliva. Los jugos de la fritura se desglasan con vino blanco seco hasta que el alcohol se evapora. Se agrega una picada de romero fresco y de aceitunas deshuesadas, además de caldo de ave. Salpimentar. Finalmente, se deja cocer con la olla tapada a fuego muy lento. Cuando las paletillas estén ya tiernas, se incorporan unas cebollitas salteadas aparte en mantequilla.