En el año de 1802 se publicaba en París un libro de François René de Chateaubriand bajo el título de «El genio del cristianismo». Sabido es que Chateaubriand es uno de los escritores más afamados de la literatura francesa del siglo XIX. El contexto en el que escribe el autor francés tiene muchas analogías con el momento actual: el empirismo inglés, el Siglo de las Luces francés y la Aufklärung alemana habían desembocado en un liberalismo agnóstico impregnado de un despótico laicismo no exento de una fuerte confrontación contra el sentimiento religioso. Sin embargo, el exacerbado racionalismo enciclopedista, que había intentado ridiculizar el sentimiento religioso, a finales del siglo XVIII estaba ya agotado. La vía del raciocinio tenías sus limitaciones. No era algo nuevo. También ocurrió en el seno de la filosofía cristiana. Durante el siglo XIII el racionalismo escolástico había querido seguir la vía racional para demostrar la veracidad de Dios de la mano de Santo Tomás y sus «vías», de San Anselmo y su «argumento ontológico», de Pedro Lombardo y sus «sentencias», de Duns Scoto y su «quaestiones». Sin embargo, esta corriente, por cansancio intelectual, va a desembocar en la llamada «devotio moderna» con un Tomás de Kempis y la mística española del siglo XVI; esta corriente defenderá que a Dios se le conoce mejor por la vía del amor que por el raciocinio intelectual. Algo parecido ocurrirá en Francia a finales del siglo XVIII y principios del XIX. Este es el contexto en el que escribe Chateaubriand su «El genio del cristianismo». Durante su juventud el gran escritor francés había seguido los postulados del enciclopedismo; pero la muerte, primero de su madre, y después la de su hermana producen en él una convulsión interior y se convierte al cristianismo. La idea motriz o hilo conductor de esta voluminosa obra parte de esta premisa: la religión cristiana es la verdadera porque es la más hermosa, por tanto los franceses no deben sentir vergüenza de su fe, antes bien deben estar orgullosos de sus raíces cristianas. Una singular apología al identificar la verdad con la belleza.

A lo largo de su libro Chateaubriand intentará hacer ver a los franceses, en primer lugar la belleza de los textos bíblicos, una belleza superior a los textos clásicos de la literatura griega, como Homero, o de la literatura latina, como Virgilio; leed la Biblia -dirá Chateaubriand- y encontraréis en sus textos una fruición estética; y sobre todo, se detendrá a explicar la belleza del culto cristiano y de su liturgia; asistid al culto en nuestras numerosas catedrales románicas y góticas diseminadas por nuestra geografía y disfrutaréis del canto gregoriano y de las armoniosas melodías de nuestros órganos; allí encontraréis la paz y la quietud para vuestro espíritu. El impacto de «El genio del cristianismo» fue muy fecundo en toda la novela moderna europea; en la segunda mitad del siglo XX -por los años 60 y 70- fue muy leída en los ambientes intelectuales cristianos españoles la voluminosa obra de Charles Moeller, «Literatura del siglo XX y cristianismo»; ahí se pueden encontrar huellas de la obra de Chateaubriand.

La Semana Santa es un segmento cronológico de nuestro calendario que remite a los orígenes cristianos de nuestra cultura; es un marbete lingüístico, como el de la Navidad, con más de veinte siglos de antigüedad, de manera especial en España. Es una semana en la que la cultura cristiana trató de ennoblecer artísticamente los misterios que se evocan durante estos días. De esta manera la Semana Santa ocupará un lugar excepcional en el campo de la estética. Y esto desde los albores del cristianismo. El primer testimonio nos lo proporciona precisamente una rica señora gallega, monja, llamada Eritrea o Egeria; una mujer que bien merecería la pena sacar del anonimato. Esta señora, monja gallega, en el siglo IV, viaja a Tierra Santa para asistir en Jerusalén a los cultos de la Semana Santa; su experiencia nos la dejó escrita en una especie de diario en el que describe con detalle unos ritos procesionales que después pasarán al cristianismo occidental.

A partir de la paz de Constantino el genio del cristianismo se pone al servicio del arte. Las distintas épocas y estilos artísticos dejarán su sello tanto en las artes plásticas como en la música. La suma de todas estas manifestaciones constituye el orgullo de nuestro patrimonio cultural y artístico que hoy admiramos en catedrales, monasterios e iglesias de nuestra geografía. La belleza artística al servicio del sentimiento religioso con una finalidad catequística y didáctica.

Las así llamadas «Edades del Hombre», un acontecimiento artístico que cuenta ya con numerosas ediciones en las principales capitales de las provincias de Castilla y León, nos lo recuerdan todos los años. Aquí en Asturias, hace algunos años, pudimos disfrutar de la belleza de nuestro patrimonio artístico religioso en la exposición que llevaba el título de «Orígenes».

Juan de Juni, Gregorio Fernández, Luis Fernández de la Vega, Tomás Luis de Victoria, Juan Sebastian Bach desde sus talleres artísticos ejercieron una especie de sacerdocio por el que tributaron un culto a Dios a través de la belleza de sus creaciones artísticas; éstas son como un holocausto a la vez que intensifican el sentimiento religioso por el que el alma vuela hacia Dios. Lo mismo diríamos de la creación literaria. Los autos de la Pasión y los poemas a Cristo crucificado y a la Virgen dolorosa de un Lope de Vega o un Calderón de la Barca, por poner dos ejemplos significativos, constituyen la gran aportación de la literatura española al arte de la palabra dramatizada.

Cuando a lo largo de esta Semana Santa asistamos a estos cultos, ritos y procesiones hemos de saber que somos el último eslabón de una cadena que nos vincula a los primeros siglos del cristianismo, cuyo testimonio nos legó esa piadosa mujer gallega, Eritrea o Egeria; ritos que se intensificaron en nuestra Edad Media y a lo largo de nuestros Siglos de Oro; forman ya parte de nuestra cultura; querámoslo o no, son nuestras raíces. Tenemos, por tanto, un pluralismo de razones para estar orgullosos de ellas: por sentimiento religioso o por pura fruición estética.

El genio del cristianismo utilizó, desde sus orígenes, la belleza artística como alabanza a Dios y como instrumento de catequesis didáctica de sus fieles. Como dirá San Buenaventura: es un camino de la mente hacia Dios («Itinerarium mentis in Deum»). Ninguna religión positiva en el mundo ha desarrollado tanto esta dimensión artística. Los días de la Semana Santa podrían ser un buen momento para disfrutar de estas tradiciones a la vez que nos sentirnos orgullosos del patrimonio artístico generado por el cristianismo, una religión a la que estamos vinculados, unos como creyentes, otros por cultura. Hoy más que nunca quizás lo necesite una cultura, como la nuestra, sobresaturada de un pragmatismo utilitarista y de un racionalismo exacerbado. Como puede verse es un contexto análogo al vivido por Chateaubriand cuando escribió «El genio del cristianismo». Con esta obra se abría así una nueva senda que seguirán otros escritores como Victor Hugo («Notre Dame de Paris») o Michelet («La cathédral gothique» ).