-Nací en Suares (Bimenes) el 18 de mayo de 1936. Mi madre, Adelina, era de allí, como decía mi tío Celsón, de «los ricos de Bimenes, dentro de la pobreza». Mi padre, Melanio, era maestro. A los dos meses íbamos en taxi a Zamora, de donde era mi padre, y al llegar a Pajares nos pararon y nos preguntaron qué había pasado en Asturias. Había estallado la guerra. Y no nos querían dejar pasar. La guerra la vivimos en Zamora, según mis padres.

-Volvió a Asturias.

-Sí, mi padre era alférez provisional. Tuvo destino en Noreña y luego pidió una excedencia y cogió una explotación de carbón y volvimos a Bimenes, donde pasó nueve años de gerente de la mina Mari, luego vivimos en Nava y más tarde en Oviedo.

-¿Cómo era su padre?

-Castellano viejo, educado, prudente y de buena pinta.

-¿Y su madre?

-Hija de viuda, prudente, católica... de novenas. Me crio siempre preocupada por mí, pero sin mimos.

-¿Qué tal estudiaba usted?

-Bueno, aunque era maestro, mi padre se despreocupó un poco de mí. Fue por no meterme interno, porque mi madre decía que se comía mal. El principio del Bachillerato, con 11, 12 y 13 años, lo pasé en Zamora, con un hermano de mi padre, militar y de la Adoración Nocturna. Me metió a monaguillo y no acabé cura de milagro.

-¿Cree en Dios?

-Soy católico por tradición familiar y sigo siéndolo, pero sin pasarme. Estudié con los claretianos. Cuando vine a Oviedo mi padre me matriculó en los Maristas, pero un trimestre tarde, y porque le decían que me tenía sin hacer nada. Había tenido un catarro largo y le explicó al hermano Ricardo que estaba delicado de los bronquios. Iba un poco retrasado. El hermano Ricardo me sacó al encerado, hubo un poco de cachondeo y advirtió a la clase: «Asensio es un chico serio». Me consideraban de aprobado justo y para los curas era anónimo. Un día llegó el encargado de deporte, el hermano Domingo, «El Machote», y preguntó quiénes querían apuntarse al campeonato de atletismo de Avilés para los campeonatos escolares de Asturias.

-Y levantó el dedo.

-Pedí competir en 80 y 150 metros lisos, longitud y altura. Me contestó: «¿En alguna cosa más?». Yo sabía que saltaba y corría, pero en clase no tenían ni idea por qué no jugaba al fútbol, que no me gustaba. «Joder, chaval», me decían. Yo contestaba que si corría iba a ganar. Fernando García-Comas Quesada, compañero de pupitre, me advirtió de la expectación: «Si no ganas, te van a comer el alma».

-¿Qué paso el gran día?

-Salimos en Los Avileses hasta el estadio de La Exposición. Llega la competición de 80 metros y no me llaman. La de 150 y tampoco y longitud, tampoco. «El Machote» no me había apuntado. Sólo quedaba salto de altura y Fernando Comas, que saltaba, le dijo a uno que me apuntara. «Saltas el último». El campeón de Asturias era Elizarri, de Gijón. Sólo quedábamos él y yo para el metro sesenta. Era la última prueba y todos estaban en la grada mirándonos. En el primer intento tiramos el listón los dos. En el segundo él lo tiró y yo lo salté. Todo el colegio gritando: «A-sen-sio, A-sen-sio». Era la figura inesperada. Allí mismo me cogió Manolo García, que llevaba el deporte en Asturias, en el Cristo, y empezó a trabajar conmigo. Yo no quería saltar altura porque era bajo y estaba limitado. Le pedí correr. Cronometraba Luis Riera Posada, que luego fue alcalde. En la primera carrera de 80 metros lisos igualé el récord de España, que tenía López Amor. Quedé incómodo porque no había salido bien y pedí correr la segunda serie. Batí el récord y ahí empezó mi carrera de deportista escolar.

-¿Cómo sabía que era tan bueno?

-Siempre había sido extravertido, entusiasta del ejercicio, de correr, de jugar a todo, y me veía con aptitudes físicas. En Nava vivíamos en una casa buena, que tenía caballos, y me aficioné mucho a montar y a cuidarlos. Conocí a Quique Ríu Mora, de La Cogolla, que era jinete. La ilusión de mi vida eran los caballos.

-¿Mejoró en los estudios?

-Fui sacando los cursos, gastando más energía en copiar que en estudiar. Saqué el Bachillerato gracias al deporte. En quinto tuve una lesión en la rodilla y me hice el enfermo porque no quería seguir estudiando. Mi padre fue al colegio a contarlo. Yo ya era campeón. Decidieron hacerme un único examen. Me recibió el director, me puso un problema de Matemáticas, dejó el libro en la mesa y me dijo: «Haz el examen que paso luego a recogerlo». Copié con miedo. Aprobé. A los 16 años no quise volver a clase y pasé un año con un profesor particular. Yo dibujaba bien, artístico y técnico. A los 17 ya me fui a Madrid.

-¿Adónde?

-A la Residencia General Moscardó como preolímpico para competir en Roma en 1960. Coincidí con otro asturiano, bueno en 400, Ramón Pérez, de Otur (Valdés). Nos mandaron ir a un instituto de la calle Serrano y nos hicieron un examen como el del colegio y aprobamos. Cuando se lo dije a mi padre me ordenó que me matriculara en Arquitectura, para aprovechar mis aptitudes para el dibujo. Obedecí y empecé a preparar el ingreso, que era muy duro, en la Academia Krahe, en el paseo del Prado. Pero no iba. Compré un tablero y todo. Fui a venderlo años después y me salieron al paso Esteban y Alfonso Iglesias, los hijos de Alfonso, que me conocían. Yo, entonces, a ellos, no. Y me ayudaron a vender el tablero.

-¿Cuánto estuvo en la Moscardó?

-Un año. En Arquitectura estuve un año y luego me matriculé en Aparejadores. Pero estaba harto de la residencia. Faltaron 500 pesetas, una pasta, a otro atleta, que estaba en mi habitación, y llamaron a la Policía y vinieron varios coches y hacían interrogatorios y nos mirábamos unos a otros... y yo acojonado. Y dije: «No lo aguanto más. ¡Marcho para Oviedo!». Hurtado, otro atleta, que estaba de conserje en el Real Madrid, dijo en la residencia que me iba. Y don Alfonso, el señor que estaba al frente de la sección de atletismo del Real Madrid, me vino y me dijo: «Te quedas con nosotros. Te damos 5.000 pesetas y todo pago -residencia, estudios, comida- si te quedas en el Real Madrid».

-Un dinero en 1958.

-Claro. Yo hasta entonces debía de recibir 50 pesetas que me mandaba mi padre para el mes. Me ofrecieron ir a una casa particular de doña María, en la calle Narváez, con cuatro jugadores solteros del Real: Míchel, Santisteban, Zárraga y Domínguez. Fueron muy amables conmigo. Entrenaba en el Santiago Bernabeu y conocía a los jugadores. Domínguez, argentino, que era la de dios, cuando se enteró de lo que me pagaban me dijo: «Eso es una mierda. Vete y pídeles 25.000. El club no te paga porque corras más o menos, sino porque quiere tener olímpicos y tú ya lo eres. Cuando te digan que no, insiste». Me liaron.

-Y fue a ver a don Alfonso.

-Temiendo quedar sin las 5.000. Don Alfonso era alto, horterón, estaba enchufado. «Si no me dan 20.000 pesetas me voy para Oviedo». Es imposible. Cuando voy a marchar me dice: «Yo no soy nadie para decirte si te van a dar esa cantidad, pero no te marches. Espera a mañana que esta tarde hablo con Calderón, el tesorero, y le explico lo que ocurre». Al día siguiente me dijo: «Lo conseguiste».

-De pronto, 22 años, todo pago y 20.000 pesetas para gastar.

-Y callando porque había que ser amateur. Las cobré durante siete años.

-¿Cómo fue vivir así en Madrid?

-Con todo pago y sin dar ni golpe. Le mandaba el dinero a mi padre, pero me quedaba con 1.500 pesetas. Fui el estudiante más rico.

-Y ligar se le daba bien.

-Sí. Compré un Alfa Romeo Giulietta Sprint de segunda mano, descapotable, azul, por 60.000 pesetas. Le pedí a don Alfonso que me adelantara el dinero y lo hizo. Años después, lo vendí y compré un Opel Record, y viniendo a Oviedo, en Mansilla de las Mulas (León), me pegué un golpe contra un tractor, de lado, y lo descojoné todo. Ya había dejado el Real Madrid y volví a don Alfonso, se lo conté y le pregunté si podía fichar otra vez. Me dijo que no creía, pero se lo contó a Calderón y le contestó: «¿Un chaval que estuvo aquí tanto tiempo? Denle dinero y que compre otro».

-Cuente de su vida en Madrid.

-De capricho. Tenía una agenda con los teléfonos de los ligues. Me gustaban las chicas bien, no de ir a la cama. En El Biombo Chino, un cabaret donde la plaza España, me conocían porque era del Real Madrid. Iba a Riscal con Alvarito, del Atlético de Madrid, con el que había coincidido en el colegio sin tratarlo. Tenían que prestarme la chaqueta y la corbata para entrar. Había un puticlub bien en Gran Vía, Erika, al que me llevó un periodista de Oviedo a tomar una copa. En la barra, poco más allá, una chavala y el periodista, para fardar, me hizo una entrevista. A ella le quedó que yo estaba en el Real Madrid y se fue conmigo. Se llamaba Soledad. Me llevó a Casablanca, un cabaret, a bailar y me decía: «Cómo se nota que eres del Real Madrid, ¡cómo nos miran!». Yo vivía en el hostal O'Donnell y andaba con la hija de un general de la calle Serrano.

-Vaya lío.

-Soledad me cogió cariño, me regaló una medalla de la Virgen de los Gitanos y yo, por las noches, iba a buscarla, era como el chulo. Me decía: «Lani, vamos a comprar un Dauphine para salir fuera de Madrid». A veces, yo tenía que marchar de su casa porque llegaba de Barcelona el que soltaba la pasta. Un día, estando en la cama con ella, llamé a la hija del general para disculparme porque hacía tiempo que no la veía y, de golpe, me quitó el teléfono y le dijo: «Está conmigo en la cama y tú no tienes nada que hacer, para que te enteres». Se llevó mi agenda, entró en el baño y tiró de la cadena.

-¡Vaya lío!

-Marché de allí diciéndole que no me llamara más. Pero telefoneó a Domínguez, el del Real Madrid, porque no había tirado la agenda. Me entró miedo de que llamara al club y contara lo que había pasado.

-¿Cómo salió de ésa?

-Martínez, un amigo, se hizo pasar por policía y le dijo que le convenía devolverme la agenda porque, si el Real Madrid se enteraba de lo que estaba pasando, ella podría tener un lío grande. Le devolvió la agenda diciendo: «No quiero saber más de niñatos». El cabrón de Martínez ligó con ella después.

-Trotó bastante por Madrid.

-Estuve en muchos sitios. Entonces apenas había apartamentos. Leí un anuncio en el periódico que pedía una «persona honorable» para compartir piso, fui y salió una chica, Carolina -¡qué habrá sido de ella!-, y pasé una temporada en aquella casa. Estaba separada de un trapecista del Circo Price, Fidel, a quien había conocido en Gijón. Un día sonó el teléfono, lo cogí y una voz de hombre preguntó quién era yo y qué hacía. Conté que era un residente y que llevaba unos días y colgó. Pensé: «¡El trapecista!, que además era el fuerte». Se lo dije a Carolina y me aseguró que su marido no era, seguro. Ella me había dicho que Fidel paraba en El Comodín y fui a verlo para explicarle quién era yo, que sólo era un huésped y que, si iba a tener problemas, marchaba. Él me dijo que no había llamado y no tenía nada que ver. Luego me enteré de que era un querido de ella, Juanjo, del que luego me hice amigo.