En la década de los treinta del siglo pasado había triunfado la política económica que recomendaba Maynard Keynes, un raro economista miembro del grupo de Blomsbury. La II Guerra Mundial trajo mucha muerte y miseria que se prolongó en la posguerra. Cuando el Gobierno laborista llegó al poder, se propuso robustecer una sociedad rota con un programa de seguridad social. Se lo encargó al keynesiano Beveridge. En el curso de su trabajo se dio cuenta de que la salud también era un bien social que debería ser protegido por el Estado. Así nació el National Health Service. Beveridge logró convencer al ministro de Hacienda con el ingenuo y lógico argumento de que si se prevenían y trataban a tiempo las enfermedades, menos trabajadores cogerían la baja y mejoraría la productividad; además la prevención de la enfermedad supondría que en pocos años el sistema sanitario apenas tendría trabajo. Durante muchos años el sistema fue el ejemplo para el mundo, pues en la mayoría de los países la asistencia dependía del pago por servicio o de los seguros, muchas veces obligatorios para los trabajadores por cuenta ajena. La idea de la responsabilidad del Estado en la salud de los ciudadanos todavía no había madurado.

Pero la predicción de Beveridge de que el sistema sanitario, al mejorar la salud de la población, iría poco a poca reduciendo gastos, no se produjo; muy al contrario, cada vez costaba más. Por muchas razones. Entre otras, porque la prevención no es gratuita. El caso es que cuando Thatcher llegó al poder, se propuso corregir esa tendencia y acudió para ello a un exitoso gerente de supermercados. Lo primero que éste hizo fue proponer que fueran los médicos de cabecera los que manejaran el presupuesto y que ellos contrataran los servicios con los hospitales; para ello alentó a los hospitales a que se convirtieran en supermercados, que trocearan su mercancía y la ofrecieran en venta a los médicos de cabecera. De esa competencia saldrían ganando el enfermo y el sistema. El resultado en la primera fase no fue como el previsto, de manera que se suspendió. No duró muchos años. La estrategia para controlar el gasto basada en que los médicos de cabecera manejaran el presupuesto estaba muy enraizada. Entonces los convencieron para que hicieran pequeñas empresas de provisión y compra de servicios. El resultado fue que se pasaban más tiempo negociando precios y prestaciones que viendo a sus enfermos. Fue cuando se les ocurrió sacar un anuncio en el «Diario Oficial de la Comunidad Europea» en el que se solicitaban aspirantes a realizar ese trabajo: la gestión de la compra de los servicios clínicos a los proveedores. Lo descubrió el periódico «Guardian», que informó a los lectores y, como consecuencia, se produjo una rectificación. Era ya 1996. La prestigiosa revista «Lancet» escribía «Toda la estructura del que fuera una vez el gran Sistema Nacional de Salud es ahora una fachada infestada de gusanos, un desvencijado edificio que consume vastas y crecientes cantidades de dinero de los presupuestos nacionales mientras los servicios que provee son cada vez peores. Aquel sistema de cuyo formidable éxito presumían; que atendía con calidad a todos, ricos, pobres, día y noche, en casa o en el hospital; la envidia del mundo y que además era notablemente barato, con profesionales dedicados y una administración mínima, es hoy una sombra de lo que fue; los médicos están ocupados en la gestión de los presupuestos, sufriendo continuas reorganizaciones, desmoralizados? toda esta política no persigue otra cosa que la privatización».

Ya se había privatizado buena parte de la asistencia mediante un modelo llamado PFI (iniciativa de financiación privada) que consiste en que la empresa privada construye los hospitales que después gestionará con un canon que paga el Estado. El resultado en el Reino Unido, a juicio de muchos analistas, ha sido desastroso. En 2008 varios hospitales habían entrado en bancarrota y tuvo que rescatarlos el Gobierno, y en la mayoría no sólo no se redujo el coste para el Estado sino que se incrementó mientras que la calidad y la satisfacción empeoraron. Los gestores culpan a los profesionales porque dicen que no se saben acomodar a los nuevos tiempos mientras ellos se ven desbordados por una creciente demanda que tiene que atender cada vez con menos recursos.

Hoy el sistema británico sólo es un buen ejemplo para los que quieren hacer negocio con la salud. Como editorializaba «Lancet» hace unos años: «Hay una diferencia fundamental entre servicio y negocio. Un servicio se basa en el humanitarismo mientras que el negocio se basa en el interés propio. Los que han intentado reducir el coste del Sistema Nacional de Salud usaron los métodos de negocios y el resultado ha sido el fracaso».

Me gustaría que las comunidades autónomas que siguen esta política estudiaran con más detenimiento el caso británico.