Durante la campaña de este verano, los integrantes del equipo arqueológico que dirijo con Alejandro García fuimos testigos del gran interés que suscita el castillo de Gauzón. Los visitantes acudían día a día y muchos de ellos lo hacían con un deseo en sus mentes: conocer el lugar donde se hizo la Cruz de la Victoria. Este impulso es el que ha hecho que ciertos sitios dotados de una historia ejemplar obtengan un valor simbólico de gran fuerza y funcionen como catalizadores de un sentimiento colectivo.

La importancia científica del yacimiento arqueológico fue reconocida prácticamente desde el final de la primera campaña, allá por el año 2007, pero temporada a temporada, y muy particularmente en los últimos veranos de excavación, esa fama ha ido extendiéndose a la ciudadanía. El castillo de Gauzón no es un yacimiento arqueológico convencional. Su vínculo con la etapa más importante de nuestra historia, el Reino de Asturias, y su carácter de fortaleza emblema de la Monarquía hacen que su naturaleza esté más cercana a la de un santuario histórico, y es muy posible que esta denominación, la de «santuario histórico», sea la única que le hace verdadera justicia.

Los distintos descubrimientos habidos durante el proyecto, que retomó el trabajo de Vicente José González García entre 1972 y 1977, han contribuido a releer la historia de Asturias y a reescribir los orígenes del Medievo. En tal esfuerzo nos sumamos a una larga lista de investigadores que realizan admirables empeños por descifrar las claves de nuestro pasado medieval y que arqueológicamente han proporcionado muy notables avances. Es una narración que conocemos todavía a borbotones, como párrafos salteados de un libro, pero que pocas veces había estado tan cerca de ir completándose. Estas breves líneas responden a unas primeras reflexiones, sujetas a las novedades que pueda proporcionar un yacimiento de gran extensión y a la propia marcha de los estudios.

Para entender un poco mejor lo que sucedió hemos de retroceder en el tiempo y alcanzar los siglos VI-VII d. C., en plena etapa visigoda y en un convulso escenario de campañas militares que pretenden sojuzgar los territorios del Norte. Estas campañas obtienen un importante impulso durante el reinado de Leovigildo (569-586). La necesidad de constantes expediciones bélicas en la primera mitad del siglo VII es el indicativo de feroces resistencias por parte de una aristocracia local, descendiente de la clase dirigente astur-romana, que los textos visigodos esconden bajo apelativos tribales como astures o «roccones». A partir de la lenta asimilación de nuestro espacio, la aristocracia asturiana pudo protagonizar una actitud ambivalente, integrándose y beneficiándose de las estructuras políticas visigodas, cuyo dominio efectivo aún es incierto, o sublevándose y discutiéndolas si éstas se contraponían a sus pretensiones. Esta actitud de conflictividad entre la aristocracia y la Monarquía era común a muchos espacios del Reino.

En ese marco de campañas militares se sitúa la fundación de una fortaleza en el Peñón de Raíces. Las dataciones más antiguas obtenidas hasta ahora, entre el 560 y el 650 d. C., junto a descubrimientos como la moneda acuñada en el reinado de Recaredo I, de fechas muy concordantes (586-601 d. C.), proporcionan un marco cronológico bastante ajustado a la construcción del baluarte. Las características arquitectónicas, por su parte, indican una obra muy potente, difícilmente asimilable a la promoción de una pequeña élite local y destinada a jugar un papel muy relevante. Entre las primeras propuestas de interpretación cabe recurrir a esa confluencia entre un Estado visigodo que pugna por implantarse en el territorio asturiano, instalando puntos de gobierno, y una aristocracia astur de alto cuño que obtiene prebendas y cargos oficiales y gracias a ello fortalece su propia autoridad en sus zonas de influencia. La naturaleza de esa primera fortificación como un asentamiento de dominio del territorio o de control de la costa no debe desestimarse.

Pelayo y su familia son hijos de esa gran aristocracia del siglo VII, a caballo entre el universo asturiano y el visigodo, que tendría su base de actuación en fortificaciones como la de Raíces. Las genealogías descritas por las «Crónicas Asturianas», redactadas un par de siglos más tarde, son contradictorias, pero, con cierto tiento y salvando las mayores exageraciones, permiten vislumbrar rasgos muy importantes. El padre de Pelayo hubo de nacer tal vez a mediados del siglo VII y, por lo que sabemos, fue un personaje que ocupó altas responsabilidades en el gobierno de los territorios norteños, ya que las crónicas le otorgan el rango de «duque». Se trataría, pues, de un miembro de la generación de aristócratas que se integran en el cuadro de mando del Reino y participan en el ejercicio del poder, sin escatimar su intervención en las frecuentes luchas que asuelan al Estado visigodo. Lo mismo sucede con Pedro, el progenitor de Alfonso I, integrante de esa misma tanda de altos dignatarios, esta vez en el territorio de Cantabria. Pelayo habría venido a este mundo en las últimas décadas del siglo VII, si juzgamos su edad adulta durante los acontecimientos de Covadonga. El marco centro-oriental asturiano, con Cangas de Onís como referente principal, pudo ser el paisaje de su vida, lo que explica que allí cuente con apoyos y dé inicio a la sublevación. Covadonga sería, en muchos aspectos, una continuación de las actitudes combativas y litigantes de la aristocracia asturiana cuando sentía dañados sus intereses y el detonante de una alianza entre sus miembros que desembocaría en la formación de un Estado independiente, el Reino de Asturias.

En todo este tiempo, y a sabiendas de que otros descubrimientos arqueológicos pueden aportar nuevos datos, la continuidad en las dataciones con C14 de la fortaleza de Gauzón nos habla de un baluarte que parece mantener su actividad al iniciar sus obras los reyes de Asturias, un aspecto esencial y de sustanciales consecuencias. Es indudable que el castillo de Gauzón conservó su elevado valor estratégico en la salvaguarda de la costa, y, de hecho, ese papel militar fue siempre destacado por los historiadores medievales. Sin embargo, de haberse interesado los monarcas asturianos únicamente por sus cualidades defensivas, sus obras se habrían limitado a una refortificación del baluarte. La serie de edificaciones realizadas entre los siglos VIII y principios del X describe una intención mucho más ambiciosa: la de transformar un enclave militar en una pequeña corte regia, dotada de estancias de gran riqueza, de torre y de una iglesia que llevaba la misma advocación que la gran basílica de la capital ovetense, San Salvador. ¿Por qué eligieron los reyes de Asturias el castillo de Gauzón como espejo de su autoridad? Entre otras razones, en esa decisión pudo pesar el ascendiente o la fama que desde el pasado visigodo detentaba el baluarte y que les permitía establecer un vínculo directo con los antiguos dirigentes de aquella etapa. Que Alfonso III, el soberano que más estimuló el carácter visigodo de la Monarquía asturiana, fuese también uno de los máximos promotores de las reformas en Gauzón es una razón añadida. Y la forja de la Cruz de la Victoria en la fortaleza alcanza ahora una nueva luz. La mención del castillo en el reverso de esta joya, enseña de la Monarquía, induce a pensar en el deseo de que la propia fortaleza prestigiara a la Cruz, recordando a la vez la comunión con un tiempo que deseaba recuperarse.

El castillo de Gauzón aparece así como una síntesis imprescindible de todo el proceso que desde los siglos VI-VII hasta el IX marca la formación del Reino de Asturias y el triunfo de aquellas antiguas aristocracias que supieron vivir, luchar y gobernar entre dos mundos.