El libro «Economía del español. Una introducción» (Ariel/Fundación Telefónica, 2007), compuesto conjuntamente por José Luis García Delgado, catedrático de Economía Aplicada de la Universidad Complutense y miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas; José Antonio Alonso, catedrático de Economía Aplicada de la Universidad Complutense, y Juan Carlos Jiménez, director del departamento de Estadística, Estructura Económica y Organización Económica de la Universidad de Alcalá, es, a la vez, un trabajo novedoso y riguroso, importante y oportuno. Novedoso porque por primera vez en España (o al menos eso me parece) tres economistas abordan una cuestión lingüística, y oportuno, porque en una época como la actual, en que el español es la segunda lengua del planeta, tiene dificultades políticas en algunos rincones de la propia España, como Cataluña, el País Vasco o Galicia. La cuestión no deja de ser grotesca, pero su trasfondo político es evidente.

A partir del cambio de régimen, de la autocracia a la democracia, se tendió a que cambiara todo para que no cambiara nada, y con la apertura de la caja de Pandora del «Estado de las Autonomías según mandato constitucional» (según repetía F. González), se procuró reactivar lenguas perdidas, dialectos olvidados, jergas minúsculas o, sencillamente, invenciones de laboratorio o tertulia de café, generosamente subvencionadas por el «nuevo régimen» a cambio de que fueran autóctonas, del lugar o «llariegas». Se entendía que con la lengua se justificaba la Autonomía, o, si se quiere, la soldada de muchos ganapanes. De manera que a más lengua, mayor anhelo separatista, dándose la circunstancia de que en Cataluña se proscribe al español como no lo había sido el catalán bajo el franquismo. Que el «régimen anterior» no fuera entusiasta de las «llinguas llariegas» no fue inconveniente para que se escribiera en ellas, aunque, naturalmente, mucho menos que en la española, más que nada por motivos de difusión. Dándose, además, la curiosa circunstancia de que el mejor escritor en gallego, Álvaro Cunqueiro, y del catalán, Josep Pla, fueron furiosamente rechazados por el separatismo, que los juzgaba «de derechas» o españolistas. Con lo que se manifiesta que no se trataba de una cuestión lingüística o literaria, sino decididamente política.

Hay naciones que no tienen lengua propia (EE UU); otras tienen cuatro (Suiza). La identificación de lengua con nación es romántica, de Fichte. Pero con ser importante, no es determinante. La destrucción de España es el viejo propósito de la izquierda española, en el que coinciden desde el socialismo democrático radical hasta la variada gama de nacionalismos y separatismos minoritarios, que las más de las veces sólo tienen en común con la izquierda el antiespañolismo. Como afirma Aquilino Duque, España existe porque Dios quiere, porque los españoles hacen todo lo posible por destruirla. Sin embargo, hasta ahora no habían arremetido contra la lengua española, dándose la circunstancia ya apuntada de que mientras en España se promocionan jergas locales y en algunas zonas de España se arrincona el español de manera rencorosa y sistemática, el español es la segunda lengua del planeta Tierra. El irracionalismo del nacionalismo no puede entenderse, pero de no ser irracional, no sería nacionalismo.

La internacionalización del español se inicia en el Siglo de Oro, con el Imperio; ya afirmaba Antonio de Nebrija que la lengua es compañera del Imperio y Juan de Valdés señala que en toda Europa, incluidos los lugares en los que el luteranismo arreciaba, se aprendía la lengua española, «por la necesidad que tienen de ella, así para las cosas públicas como para la contratación». La situación actual de la lengua española ha sido planteada hace más de una década por el marqués de Tamarón en «El peso de la lengua española en el mundo» (1995). Ahora, tres economistas prestigiosos abordan la misma cuestión desde un punto de vista original: ya no se trata de que la lengua sea la compañera del Imperio, sino que es un factor de la expansión económica. Para entender esto, basta con imaginarnos a un empresario asturiano escribiéndole a un cliente japonés en bable. Naturalmente, no se lo imaginan, porque una cosa es la bolera, y otra los negocios. El español, nos recuerda García Delgado, es una de las cuatro lenguas mayores, junto con el chino, el indi y el inglés, muy superior en número de hablantes a las siete «grandes lenguas»: ruso, árabe, bengalí, portugués, japonés, alemán y francés, y la segunda de comunicación internacional o de intercambio, después del inglés. «Aglutinando a una de las pocas comunidades lingüísticas multinacionales que existen en un planeta con miles de lenguas, su fuerza expansiva no es una promesa, es una realidad», afirma el profesor García Delgado.

A esta internacionalización de la lengua española se añade que una lengua es un bien económico extraordinario (acaso no haya otro que se le iguale), ya que no presenta coste de producción, no es apropiable, no se agota con el uso, el valor de su uso se incrementa con el aumento de usuarios y con un coste único de acceso: «Una vez conocido un idioma, el agente puede apelar cuantas veces quiera a sus posibilidades expresivas sin necesidad de recurrir de nuevo a sus costes de acceso». La lengua es, pues, un capital incalculable, y por mucho que se pretenda dilapidarlo, no se agota. La economía del español, certifican tres economistas prestigiosos, es sólida y está en alza.