Tan sólo un grandísimo poeta como él pudo escribir un poema como «Los doce», al final del cual aparece Jesucristo al frente de los doce guardias rojos que justicieramente saquean y asesinan en medio de una fuerte tempestad de nieve, sin naufragar. Pero el triunfo de la revolución, que había deseado y apoyado con entusiasmo y resentimiento de burgués decepcionado, supuso su final: como escribió Marc Slonim: «Enfrentado a explosiones de violencia y odio, a la guerra civil y al terror gubernamental, y, sobre todo, a la falta de libertad artística, se marchitó como una planta rara, cayó enfermo, sufrió accesos de depresión mental y murió destrozado en 1921».

Seguei Essenin (1895-1925), poeta del pueblo, que se las daba de bardo, vestía como «mujik» con camisas de seda (como el conde Tolstoi, otro demagogo con más cabeza) y paseaba sus borracheras de cosaco por la Europa finolis de los años veinte en compañía de un acabado ejemplar de «progre» como Isadora Duncan. Tampoco sobrevivió a aquellos terribles días posrevolucionarios. Por el contrario, Mayakovski acató por completo el nuevo orden revolucionario y los comunistas le aceptaron a cambio de que escribiera poesía revolucionaria, lo que no fue obstáculo para que el autor de la «Oda a la Revolución» se suicidara en 1939, a causa de un amor no recompensado, según se explicó. Pues no dejaba de ser curioso que el gran poeta de la revolución, que es un camino abierto al futuro, se lo cerrará a sí mismo con un acto tan poco colectivo, tan privado, como el suicidio por amor.

Los casos de Mandelstam y Pasternak son distintos. Mandelstam murió camino de un campo de concentración en Siberia mientras recitaba, en su delirio, sonetos de Petrarca para exasperación de sus guardianas marxistas leninistas, sin duda porque no entendían qué decía, y de entenderlo algún comisario político, la ira sería mayor porque un gran poeta medieval representaba en medio de las consecuencias del «orden nuevo» la verdadera, la auténtica libertad. Parecía decirles Mandelstam: vosotros haréis la revolución, pero yo tengo a Petrarca. Y vale más Petrarca que cualquier revolución. Según Joseph Brodsky, «Mandelstam fue un gran poeta antes de la revolución. Como lo fueron igualmente Anna Ajmatova y Marina Tsvatayeva. Todos ellos habrían sido lo que fueron aunque no hubiera ocurrido ninguno de los hechos históricos que vivió Rusia. Y así fue porque estaban dotados, porque el talento no necesita para nada de la historia». Aunque los que pretenden cambiar la historia, necesitan domar el talento. Un buen novelista norteamericano, aunque despistado, William Styron, se quejaba ante el gran pijoprogre Julio Cortázar de que Reagan no sabía quién era. ¡Gran suerte la de los escritores norteamericanos de que sus presidentes no se interesen por la literatura! En cambio, Stalin sabía más de la cuenta quienes eran Babel o Mandelstam, y uno acabó con una tiro en la nuca, otro en el campo de concentración, y otros en terribles clínicas de reeducación o suicidados. Entre éstos, Marina Tsvatayeva (1892-1941) que en pleno colectivismo revolucionario escribió: «Me niego a ser y aullar como lobo en el bosque, / me niego a ir a nadar/ al lodazal inmundo» y también «Oh, monte de negrura/ que fue a cubrir el orbe./ Llegó-llegó-,llegó/ la hora de morir». En medio de la revolución, de la negrura extendida sobre el mundo, al poeta individualista no le quedaba otra salida que morir o escapar/ o escapar.En un artículo reciente, titulado «De unos poetas que vivían y bebían juntos», cometo un error lamentable, al confundir a Anna Ajmatova con Marina Tsvatayeva. Ambas eran grandes poetisas, pero de las dos, únicamente se suicidó Tsvatayeva. Ajmatova, a quien incluía yo en la galería de los poetas suicidas, junto con Mayakovski y Essenin, alcanzó una edad respetable y aunque no sobrevivió al socialismo real, el Gobierno soviético le permitió abandonar la gran cárcel rusa cerrada por el telón de acero (o «cortina de hierro», como la llamaba Winston Churchill) para ir a recoger un premio literario que le habían concedido en Italia, según me recuerda el poeta sevillano Aquilino Duque. Ambas, Ajmatova y Tsvatayeva, eran poetisas, vinculadas a dos de los tres mayores poetas rusos del siglo XX: Ajmatova a Ossip Mandelstam y Tsvatayeva a Boris Pasternak. El tercero de los grandes poetas rusos es Alexandr Blok. Los tres se adhirieron en mayor o menor medida a la Revolución de 1917, que inició setenta años de esclavitud y oprobio para el pueblo ruso y de inquietud y amenaza (o loca esperanza, todo hay que decirlo) para el resto del planeta. Los tres tuvieron finales más o menos lamentables, aunque no llegaron al suicidio como los citados Mayakovski y Essenin. Aquí hay que repetir aquello que ya repetía Cánovas: quien no es radical a los veinte años no tiene corazón y quien lo sigue siendo a los cuarenta, no tiene cabeza. Blok, el gran poeta simbolista, no sobrevivió mucho a sus cuarenta años. Miembro de una distinguida familia de universitarios, enamorado de la hija del químico Mendelev, se acercó a los clamores revolucionarios al descubrir un mundo de injusticia, dolor y sufrimiento a raíz de la intentona de 1905. Naufragado su idealismo burgués, se hizo revolucionario: así de fácil.