Es evidente que en una Monarquía parlamentaria los poderes del Rey han de ser notablemente reducidos. En España cuando se llevó a cabo la transición política a la muerte de Franco, no podía pensarse que la institución por él prevista para sucederle tuviera el carácter de absoluta en otros tiempos vigente en nuestro país. (...)

Como dijo Antonio Hernández Gil en su obra «El cambio político español y la Constitución», calificar la Monarquía de «parlamentaria» y considerarla como «forma política del Estado» eran dos ideas en íntima relación, pues no resultaba coherente reputar forma de gobierno a una Monarquía en la que las funciones del Rey, representativas, arbitrales y moderadoras, son muy distintas de las que tuvo dentro del tipo histórico de la Monarquía constitucional, que vino a sustituir a la absoluta. El tránsito de la Monarquía constitucional a otra más limitada, de carácter parlamentario, se marca claramente como resultado de combinar la institución monárquica con la soberanía del pueblo. Si bien la Monarquía sigue siendo constitucional en el sentido amplio de estar sometida a la Constitución, sus funciones la hacen específicamente parlamentaria, por cuanto la potestad de hacer las leyes corresponde por entero a las Cortes, que controlan la acción del Gobierno, correspondiendo al Congreso conferir o negar la confianza al presidente de aquél.

Al hablar de la función real, trato ahora de concentrar preferentemente la atención en el poder moderador que atribuye al Rey el número 1 del artículo 56 de la Constitución de 1978, cuando dice: «Arbitra y modera el funcionamiento regular de las Instituciones».

De las demás facultades constitucionales, pocas pueden ser ejercidas por la simple voluntad del Rey. Incluso la que parece depender directamente de su propia decisión, como es la contenida en el número 2 del artículo 65 de la Constitución.

Si se establece que «el Rey nombra y releva libremente a los miembros civiles y militares de su casa», ¿cabe pensar que sería aconsejable para Su Majestad que en uso de esa libertad nombrara para puestos destacables de su entorno a personas que de forma evidente estuvieran en oposición al Gobierno de turno y no gozaran de la aquiescencia del mismo?

Y en cuanto al número 1 del mismo artículo, la libre distribución de la cantidad global que el Rey recibe de los Presupuestos del Estado para el sostenimiento de su Familia y Casa, también está restringida, no sólo por su cuantía -fijada anualmente por las Cortes-, sino también por la justicia de su distribución.

De las demás normas de la Constitución aplicables al Rey, aparte de las que expresamente acabo de señalar y que en parte dependen de su voluntad, deseos o decisiones, han de ejercerse siempre «conforme a la Constitución y a las Leyes».

Incluso la afirmación contenida en el apartado h) del artículo 62 que concede al Monarca el mando supremo de las Fuerzas Armadas, queda limitado por la ley orgánica 6/1980, de 1 de julio, que regula los criterios básicos de la defensa nacional y de la organización militar.

Las modificaciones en ella introducidas por la ley orgánica 1/1981, de 5 de enero, proporcionan al artículo 8.º una redacción que atribuye al presidente del Gobierno todas las funciones importantes referentes a la defensa.

Es, pues, muy limitado lo que puede significar ese mando supremo de las Fuerzas Armadas que la Constitución atribuye al Rey.

¿Cuál sería, pues, la misión que corresponde al Monarca como titular del mando supremo de las Fuerzas Armadas? ¿Sería necesario que se produjeran las circunstancias excepcionales del 23 de febrero de 1981 para que dicha jefatura pudiera manifestarse eficazmente?

Por todo ello trataré de dedicar una atención preferente a aquellas facultades del Rey que en una Constitución como la de 1978, en que la Monarquía tiene el carácter de parlamentaria, aparecen revestidas de un concepto de generalidad e indefinición, pues quizá es en ellas en donde pueda apoyarse una gestión eficaz del Rey en los tiempos modernos y con arreglo a las normas vigentes.

Señalaré, pues, tres preceptos a tener en cuenta, sin perjuicio de prestar finalmente una mayor atención al poder moderador, que constituye, como antes he dicho, el objeto principal de mi intervención de esta tarde.

En primer lugar, hay que tener presente que si bien nuestro actual Monarca no juró nuestra norma fundamental para serlo, porque ya lo era cuando la sancionó y promulgó, al cumplir estos trámites le corresponde, con arreglo a ella, «desempeñar fielmente sus funciones, guardar y hacer guardar la Constitución y las leyes y respetar los derechos de los ciudadanos y de las Comunidades Autónomas», según se establece en el artículo 61.

Obligación y facultad que tiene una enorme trascendencia, aunque no se especifique con detalle la forma de ejercerla. Únicamente haré referencia sin entrar en más pormenores al hecho de que el número 1 del artículo 8.º de la Constitución señala como misión de las Fuerzas Armadas, de las cuales el Rey ostente, aunque no sea más que virtualmente, el mando supremo, garantizar la soberanía e independencia de España, y «la defensa de su integridad territorial y del ordenamiento constitucional». En el número 2 se dispone que una ley orgánica regulará las bases de la organización militar, conforme a los principios de la propia Constitución.

Otra de esas funciones, poco explicitada en la Constitución, es la contenida en el número 1 del artículo 56 cuando establece: «El Rey es el Jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia». Señala también que «asume la más alta representación del Estado español en las relaciones internacionales, especialmente, con las naciones de su comunidad histórica».

Es ésta una misión amplia y de destacada importancia, pues la actuación del Rey en tal aspecto le proporciona un prestigio, un respeto y una simpatía que sin duda repercute en las relaciones de España, a través de su representación, con las demás naciones y con los organismos internacionales más importantes.

En consecuencia, es aconsejable que se aproveche esta función real en las mayores ocasiones posibles, graduando, como es lógico, la importancia y el carácter de las distintas situaciones, pero sin olvidar nunca la conveniencia de fomentar este carácter representativo de Su Majestad.

No se puede pasar por alto esta atribución al Rey de que es el símbolo de la unidad y permanencia de España. En momentos en que las aspiraciones de algunas autonomías se desbordan y presentan deseos separatistas o independentistas, es muy aconsejable que el Rey intervenga de algún modo y deje constancia de la necesidad de mantener la unidad y la integridad de la patria.

La aprobación de determinados estatutos de Autonomía y los propósitos de reforma constitucional para aumentar las facultades atribuidas a aquéllas deben ser limitados por la necesidad de mantener la unidad, y al Rey no puede dejar de corresponderle realizar las gestiones que lleguen a conocimiento de los españoles en general. (...)

El poder ejecutivo, el poder legislativo y el poder judicial son tres resortes que deben cooperar, cada uno en su esfera, al movimiento general; pero cuando, descompuestos, se cruzan, entrechocan y se traban, se necesita una fuerza que los ponga de nuevo en su sitio.

Tal fuerza no puede residir en uno de los resortes en particular, porque se servirían de ella para destruir a los demás. Es preciso que esté situado fuera o que sea, en alguna medida, neutral, a fin de que su acción se aplique en cuantos puntos se requiera y lo haga con un criterio preservador, reparador, no hostil.

La Monarquía constitucional tiene ese poder neutral en la persona del Jefe del Estado. El verdadero interés de tal jefatura no consiste en modo alguno en que uno de los poderes destruya al otro, sino en que todos se apoyen, se entiendan y obren de acuerdo. El poder real está en medio, pero por encima de los otros. Autoridad a la vez superior e intermediaria, sin interés en deshacer el equilibrio, sino, al contrario, con el máximo empeño en conservarlo. Y, además, es muy conveniente que se conozca la actuación del Rey en este sentido.

Un poder neutro no puede ser tan neutro que no se pronuncie nunca o que nunca se sepa que se pronuncia para moderar lo que necesita ser moderado.

En cuanto a la primera parte, la facultad de arbitrar resulta para el Rey -caso de ejercerla- sumamente delicada. En primer lugar, no podrá hacerlo por iniciativa suya, pues sería muy comprometido, aparte de que no se regula con detalle esta posibilidad en la Constitución.

Pero si lo hiciera a petición de parte, es decir, de personas, entidades, partidos políticos o instituciones oficiales, al dar la razón a una u otra parte, el Monarca -por bien asesorado que estuviera- podría quedar en una situación difícil y ser juzgado desfavorablemente por la parte a quien hubiera quitado la razón, y extenderse la crítica a los que consideraran desacertada la solución. De hecho, podemos observar que en los años de su reinado el Rey no ha ejercido ni una sola vez esta facultad. Y si en una ocasión se sugirió que mediara en un conflicto de competencias entre el Tribunal Supremo y el Constitucional, no llegó a adoptarse tal intervención arbitral y no se llevó a cabo.

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Por eso habría de prestarse una atención preferente a ese nebuloso poder moderador que también se contiene en el precepto constitucional y al que muchas veces se hace mención cuando, ante problemas graves del país o enfrentamientos políticos, que se alejan de un fin conveniente para la nación, alguien puede preguntar -y, de hecho, tal vez se pregunta-: «¿Qué hace el Rey?».

Esta facultad moderadora es tan sutil que encierra indudables dificultades en su aplicación. A nuestro juicio, requiere condiciones muy importantes que pudiéramos considerar inicialmente, para desarrollarlas después con más detalle.

Mencionaré tres requisitos esenciales que el Rey debe utilizar para ejercer el poder de moderar el funcionamiento regular de las instituciones. Son la información, la preparación y la anticipación.

El Rey debe estar informado de los asuntos de Estado, de acuerdo con el apartado g) del artículo 62 de la Constitución. Reviste auténtica importancia todo lo establecido en este precepto y, por lo tanto, debe llevarse a cabo con la mayor intensidad, puntualidad y oportunidad. No sólo desde la presidencia eventual del Consejo de Ministros en determinadas ocasiones, cuando lo estime oportuno, pero -no lo olvidemos- a petición del presidente del Gobierno, según el citado apartado. También a través de los despachos periódicos o especiales con el presidente del Gobierno, con los ministros o con los titulares de los fundamentales organismos del Estado, con los altos mandos de las Fuerzas Armadas y por medio de los servicios correspondientes el Rey ha de recabar y obtener las informaciones necesarias para conocer en todo momento la verdadera situación de país, las dificultades que atraviesa o los planes previstos para el futuro. No puede parecer ajeno a los problemas, y es conveniente que se transluzcan a los ciudadanos esas preocupaciones y las gestiones que pueda realizar, siempre que no sea indispensable la reserva.

Desde el punto de vista de la preparación del Rey como base para el ejercicio de moderar el funcionamiento regular de las instituciones, me atrevo a plantear, tal vez erróneamente, porque es muy posible que en general no se considere oportuna y viable la sugerencia, si sería conveniente que el Rey se apoyara en las reales academias para recibir de ellas informaciones de interés, en los distintos aspectos que constituyen el objeto principal de cada una de ellas.

Durante la transición política española y mientras se elaboraba el proyecto de Constitución, se celebraron reuniones con el entonces presidente de las Cortes, don Antonio Hernández Gil, para formular sugerencias y cambiar impresiones sobre las funciones que podría atribuir a Su Majestad el Rey, aun dentro de las limitaciones propias de una Monarquía parlamentaria.

Se trataron diversos extremos, y uno de ellos era la creación de una especie de Consejo Asesor del Monarca, con el que pudiera consultar y recibir orientación sobre diversos extremos o problemas para obtener asesoramiento u orientación. No voy a detenerme sobre las ventajas e inconvenientes de un organismo de esta clase, que tal vez pudiera llegar a convertirse -o a ser supuestamente juzgado- en una concentración de poder especial, en un gabinete contradictorio con el Consejo de Ministros o las Cortes, que podría entrar en conflicto con otros elementos de la organización del Estado. Lo cierto es que no prosperó la idea, sustentada por algunos, y que aquel supuesto no ha sido recogido en la Constitución de 1978.

Se pensó después, desde una perspectiva menos oficial, que tal vez el Rey pudiera organizar de vez en cuando reuniones conjuntas con diversas personalidades destacadas de la vida nacional, para que deliberaran ante sí sobre temas señalados de antemano por su interés y actualidad, y poder contribuir así a esa formación del Rey, que debe ser cada día más sólida, más profunda y más variada.

Antiguos políticos ya sin ambiciones, ex altos cargos, académicos, representantes del mundo científico y literario, personas destacadas de la sociedad que podrían ir proporcionando sus opiniones desinteresadas sobre distintos problemas. La idea tampoco prosperó, aunque Su Majestad siempre podría aplicarla con carácter extraoficial y privado. Pero se echa de menos, sin embargo, un procedimiento que pudiera producir efectos parecidos a los del supuesto Consejo Real, pero desde un punto de vista más práctico que oficial. También podría proponerse, como antes sugerí, que sin tocar la Constitución, sino simplemente con apoyo de ella, ¿no podría constituirse un alto Patronato de las Reales Academias, presidido por el Rey?

Tal vez esté insinuando iniciativas arriesgadas y totalmente improcedentes, pero a veces conviene pensar en las posibilidades que se estimen favorables, aunque no sea más que para convencerse de que no lo son. Ciertamente, la preparación de Rey, la continuidad que le proporciona experiencia y su responsabilidad adquirida en su misión representativa y simbólica le permiten ejercer el consejo y esgrimir la prevención.

Se trata de aplicar una influencia y realizar una síntesis de voluntades más que de imponer un criterio personal, tal vez sin medios efectivos para hacerlo.

En un régimen presidencial, el jefe del Estado ha sido elegido por la mayoría de los electores. Corre y acepta el riesgo de no ser elegido y, de todas maneras, abandonará la escena después de un cierto número de mandatos. La situación del Rey es completamente distinta. En un régimen de Monarquía parlamentaria la acción del Rey en el plano político y, sobre todo, su intervención en el proceso de toma de decisiones se ejerce en el marco confidencial del diálogo con el presidente del Gobierno, con los ministros y con las altas autoridades del Estado.

En una Monarquía parlamentaria el Rey carece de «potestas», pero puede tener una «auctoritas» que bien fundada en la dignidad, en la ejemplaridad, en el buen sentido, en el juicio sereno e imparcial, obtenido por una información adecuada y oportuna, pueda adquirir en ocasiones el carácter de una verdadera «potestas», a través de la influencia, del consejo y de las advertencias precisas.

De esta manera podrá ejercer con acierto su función moderadora, velar por el regular funcionamiento de las instituciones y defender la Constitución y las leyes.

Pero como tercer requisito para el ejercicio de este poder moderador de la Corona está el de la anticipación.

¿Qué puede hacer el Rey ante hechos legítimamente consumados?

El apartado a) del artículo 62 de la Constitución establece que corresponde al Rey «sancionar y promulgar las leyes». Pero, siguiendo el criterios de otras constituciones españolas, esta afirmación supone el cumplimiento ineludible de un deber, sin que prevean circunstancias que puedan conducir a que Su Majestad rechace la firma de la disposición elaborada por las Cortes. (...) ¿Qué puede hacer el Rey si se le presenta a la firma una ley legítimamente aprobada por las Cortes? Sea cual sea su voluntad y su propio criterio en cuanto al contenido, si la disposición reúne los condicionamientos externos exigidos, no tiene más remedio que firmarla. Su firma se convierte así en un acto mecánico y obligado, ajeno a su voluntad, por lo cual pudiéramos preguntarnos si es efectivamente necesario ese trámite.

La actuación del Rey en este aspecto podría sustituirse con la aplicación de un sello, de una estampilla, con lo que los ingleses llaman un «rubber stamp». Un sello de caucho que puede ser estampado por cualquier persona a quien se hubiese confiado su custodia y encargado el trámite de aplicarlo sobre el papel en el que se contiene la disposición.

La negativa de la firma del Rey conduciría nada menos que a la abdicación. El supuesto que se produjo en Bélgica, cuando el rey Balduino, por sus reparos morales a firmar una ley que legalizaba el aborto, se dio de baja temporalmente y suspendió sus funciones para que durante ese período fuera el presidente del Gobierno quien sancionara la conflictiva ley, no parece realmente un sistema aceptable. Precisamente nuestro Rey, don Juan Carlos, cuando se trataba de sancionar la ley aprobada por las Cortes, mediante la cual se autorizaba y regulaba el matrimonio de homosexuales, fue preguntado por un periodista si iba a proceder sin inconveniente alguno a llevar a cabo el mencionado trámite de la sanción. La respuesta del Monarca fue la siguiente:

-Yo soy el Rey de España, no el de Bélgica.

La actitud del fallecido Rey belga puede ser simbólica, como una manifestación de disconformidad moral con el contenido de una disposición, pero que legalmente no supone obstáculo alguno. De ahí la importancia de que el Rey, con su información y su formación sobre los temas más interesantes de la actividad nacional, pueda anticiparse al momento en que la disposición de que se trata sea ya una realidad legal salida de las Cortes, y pueda realizar las gestiones adecuadas ante el presidente del Gobierno, los ministros y las altas autoridades del Estado -como antes hemos dicho- para formular las observaciones que sean oportunas a su juicio, ejercer su consejo y formular las advertencias y evitar que se conviertan en realidad proyectos o planes que presenten graves inconvenientes.

La labor no es fácil y ha de ejercerse con sutileza, diplomacia, buen sentido, oportunidad y acierto. Como hemos repetido otras veces, si la función del Rey en una Monarquía parlamentaria puede considerarse en general como una verdadera obra de arte, ha de serlo tanto más en el ejercicio de este poder moderador, que no obedece a normas fijas y preestablecidas, sino en muchas ocasiones a la improvisación y al valor y prestigio de su personalidad ejemplar.

Por otra parte, no es fácil moderar si no se es moderado. Y no es fácil ser moderado sin sacrificar en muchas ocasiones deseos y conductas que encuentran propicia aplicación cuando se ocupa un puesto preeminente en la organización del Estado y surgen o se facilitan las oportunidades de inmoderación.

También es necesario que los criterios del Rey se expongan con prudencia y habilidad, de forma que, de no ser atendidos sus consejos, la posición del Rey no quede desairada y le sitúe en una situación delicada al verse privado de la razón y de la atención en los temas trascendentes sobre los que haya de manifestarse ante el Gobierno. La actuación del Rey no puede por menos que estar siempre influida por la preocupación de poner de manifiesto la actividad y el acierto con que la realiza. No puede limitarse a ser una figura simbólica en la que no se descubran los efectos de la misión que desempeña. El Rey no puede estar tan por encima de los problemas o ajeno a ellos que se pierda en la altura de las nubes y no trascienda a sus súbditos el papel que desempeña en el Estado del que ostenta la Jefatura.

Ha de reconocerse que no es fácil combinar la reserva en muchos casos necesaria con el hecho de que trasciendan las gestiones de Su Majestad o sus puntos de vista en determinados temas que interesan al conjunto de la nación y a la observancia de los preceptos constitucionales, que el Rey tiene la obligación de cumplir y defender. Porque es conveniente que los españoles nos enteremos de que el Rey realiza gestiones relacionadas con su poder moderador y de que se prepara a fin de adquirir la autoridad necesaria para fundamentar y fortalecer sus criterios y poder exponerlos con eficacia, así como con la mayor prudencia, ante quienes han de tomar decisiones gubernativas o presentarlas a las Cortes.

Es evidente que el Rey no debe pronunciarse abiertamente, salvo en caso de que la gravedad de los temas o de las situaciones lo hagan necesario; pero sí tiene que estar en condiciones de aconsejar con su experiencia, su permanencia y sus previsiones de futuro, pues normalmente su continuidad ha de superar a la de las personas que tienen una misión más limitada en el tiempo.

Como a mí me ha correspondido el honor y la satisfacción de servir varios años en la proximidad de Su Majestad el Rey, me ha sido dado conocer su amor a España, su interés profundo por cuantos problemas lo afectan en cada momento y su buen sentido para analizarlos y aplicar con acierto ese poder moderador cuya importancia puede radicar precisamente en la amplitud de su contenido, en la falta de una regulación concreta y en el acertado sentido de la anticipación.

Me complace mucho poder resaltar hoy su importancia y transmitir la esperanza que con prudencia, habilidad y buenos deseos nuestro Rey lo ejerce con el mayor interés y entusiasmo.