Sebreño (Ribadesella),

Javier CUERVO

Saturno Cerra (Sebreño, Ribadesella, 1924), una vida densa en la que sólo su parte de cine recorre un centenar de películas como secundario y su parte de pintor le dio dinero en São Paulo (Brasil) y en Madrid. Regresó a su pueblo hace más de veinte años, a la casa familiar. Juega al golf y come de todo.

-En Brasil trabajó en «Samba», de Rafael Gil, con Sara Montiel.

-De intérprete de portugués y ayudante de dirección, pegado a Gil, que hizo que Cesáreo González me pagara muy bien. Acabé haciendo un papelito porque eran las tres de la mañana y el actor, que debía decir dos palabras, no aparecía. «Si lo hago yo, no esperamos más», propuse. A Gil le pareció bien. Era una buena persona, catolicón, de ir a misa. Quería llevarme de vuelta con él a Madrid. Le dije que no. El último día me pidió que buscara un loro para regalárselo a su mujer. Compré uno que decía palabrotas y llamaba «filha da puta» a la mujer de Gil en la colonia del Viso en Madrid.

-Usted regresó a España.

-En 1965, a dar una vuelta. Vendía muy bien mi pintura. A un judío le pinté 35 veces el Muro de las Lamentaciones, hasta que me enteré de que lo revendía a otros judíos por cuatro veces más. Le pedí que o me llevaba la mitad o nada. Tenía dinero y quise ver a mi madre. Le había mandando una foto de cine, de «garimpeiro», de minero con un saco a la cabeza, y me escribió que lloraba y que volviera al pueblo donde nunca me faltaría comida. Encomendé a mi casero en São Paulo que, en los dos meses que estaría fuera, cuidara de mi ropa y mis cuadros. Me hospedé en Madrid en un hotel de poca monta de la Gran Vía y me encontré con dos electricistas de «Samba» que me dijeron que se estaban haciendo «western» en Almería y pensé: «Una del Oeste, caballo, pistolona». Me fui a Estela Films, en la calle Capitán Haya, delgado, alto, guapo, con bigote y creyeron que era americano. Me atendió Pepe Puyol. «¿Hay trabajo para mí? He hecho doce películas en Brasil». Y salió Mario Geraldo, con un sombrerito, gafas, italiano, simpático y empezó a reírse. Me mosqueé -«¿Tengo monos en la cara?»- «No, eres la figura que busco para hacer al Johnny, uno de los protagonistas de "Siete pistolas para los McGregor"».

-Llegar y trabajar.

-No, porque no tenía el carné del sindicato y para tenerlo necesitaba un meritoriaje y para el meritoriaje necesitaba carné. Me lo arregló el jefe, me dieron el carné y a rodar en Colmenar Viejo.

-Luego hubo una secuela: «Siete mujeres para los McGregor». -Ahí soy protagonista, teñido de rubio, con Biblia y levita negra, y eso no me lo quita nadie. Pero antes de eso lo que pasó fue que empalmé la primera película con «El caballero de la rosa roja», con Jacques Perrin y me olvidé de Brasil. En Almería pasé tres meses yendo todos los días a la playa. Había días en los que trabajaba en tres películas: acababa mi escena en una y me esperaba un coche y me llevaba a la otra.

-Sale en «El bueno, el feo y el malo», la de Sergio Leone con Clint Eastwood, Eli Wallach y Lee Van Cleef.

-Al comienzo hay un travelín de 100 metros y un «Saloon» y vamos dos a caballo y luego a pie, los dos asturianos, Paco Braña y yo, y enfrente, lejos, hay un tío y parece que vamos a enfrentarnos en un duelo pero confluimos en la puerta del «Saloon» y entramos juntos. Se oyen unos disparos y sale «el Feo», Eli Wallach, por la cristalera comiendo y con un revólver humeante. Lo rodamos el día del Corpus. Nos pagaron tres veces lo contratado por ser fiesta. Yo tenía cagalera. «¿Y si me cago, Sergio?» y Leone: «Te cagas y sigues caminando». Nos llevó el día entero bajo un sol tremendo. El tercero de la escena era un inglés fino que se suicidó en Guadix (Granada) tirándose desde la terraza de unos apartamentos, poco después.

-Rodó con Luis Buñuel «Tristana» en Toledo.

-Me prestó porque era un mito. Me llamó Puyol y me presentó a Buñuel, quien dijo: «Que haga don Dimas, el herrero». Me reprochaba que era muy alto y que o me sentaba o me cortaba la cabeza. Hacía unos másters perfectos, todo de tirón. Nos liábamos en el rodaje porque el personaje del mudo se llamaba Saturno; Lola Gaos, Saturna y luego yo. Contestábamos todos a la vez. No era poco contar en la tertulia del hotel Menfis de Gran Vía que había hecho una con Buñuel.

-¿Con quién hacía tertulia?

-Entre otros, con Fernando Sancho, al que vi en la Via Veneto de Roma firmando más autógrafos que Henry Fonda.

-Hacía mucho de mexicano, ¿era muy de derechas, no?

-Muy facha. Sabía que yo era rojo. Nos llevábamos bien.

-Trabajó mucho con Pedro Lazaga.

-Papelinos. En una película me propuso: «No tienes frase pero quiero que la hagas tú». Estaba en una barra y tenía que mirar con deseo las piernas de Teresa Gimpera. Era protagonista Arturo Fernández. Mercero me dio un protagonista en «Turno de oficio», con Echanove y Galiardo.

-¿Con quién trabajó mejor?

-Con Antonio José Betancor en «Valentina». Me dio a escoger papel.

-En esa salía Anthony Quinn. ¿Qué estrellas recuerda mejor?

-Una con la que casi no trabajé pero con la que coincidí en la sala de maquillaje en Cinecittà cuando rodábamos «Érase una vez en el Oeste»: Claudia Cardinale. Guapísima, habladora. Y Concha Velasco, simpatiquísima.

-¿Qué tal vivió del cine?

-Muy bien. Gasté mucho dinero.

-¿En qué?

-En la segunda película de los McGregor me pagaron 400.000 pesetas de 1967. Había firmado el contrato por 200.000 cuando acabamos la primera pero pasó bastante tiempo y pedí nuevo contrato. La Columbia había dicho que podía prescindir de cualquiera menos del Johnny, que era yo, porque era el más destacado de todos. Si lo llego a saber les sacó el millón.

-¿Qué hizo con las 400.000?

-Gasteles.

-¿En qué?

-En «Cerebro», la discoteca de la calle Princesa, en whisky; en el «Café Gijón», cenando; en juergas, en mujeres a las que les haces un regalo, en una Semana Santa en Mojácar. Me quedé con algo pero ¿y lo que viví?: eso no me lo quitan.

-¿Y la pintura?

-Pintaba y sacaba dinero. «Abc» dedicó una página a una exposición y la vendí entera. En Guadix inventé un tipo de pintura que tuvo mucho éxito. A mi casa venían las Barreiro por mediación de un maricón que les decoraba la casa. Querían que pintara en Bruselas... pero nunca fui detrás de nada, nunca fui a abrazarme por el María Guerrero. Yo era bastante seguro trabajando.

-¿Por qué dejó Madrid?

-Llevaba veinticinco años en la misma casa, en el barrio de Salamanca, que pude haber comprado por 700.000 pesetas. La dueña estaba en la Argentina, pero volvió y necesitaba la casa para ella. Aguanté un año, pero el juez dijo que no tenía nada que hacer. No podía pagar otro piso en la misma zona y había mandado arreglar la casa de mi madre. Me quedan amigos en Villalba. Marché de Madrid sin despedirme. Supe que alguien me quería para una película y otro contestó «Saturno murió».

-¿Echa de menos Madrid?

-Me fui a una edad en que le sobraban humo y obras y se volvía incómodo el recorrido de Jorge Juan al Menfis, unas cartas, luego al Café Gijón y vuelta. Aquí juego al golf y bajo a Ribadesella en la «scooter». Lamento no haber sacado el carné de conducir, con lo fácil que me lo ponían.

-¿Se volvió a casar?

-Sí, con Isabel. Cuando murió de tabacosis ya estábamos divorciados. Tuve un hijo con ella. No sé qué ha sido de él. He vivido con varias mujeres.

-¿Le queda familia cerca?

-Un hermano en Gijón, dos años mayor.

-¿Se arregla bien solo?

-A Sebreño vine con Amalia, la mujer con quien vivía. Era muy guapa, pero no me dejaba en paz. Era muy celosa y eso que nunca la engañé. Le dije que se fuera, hace ya años. Pinto todos los días y lo haré hasta que muera. Cocino bien. Leo. Tengo amigos aquí.