Enorme, la belleza de las imágenes del volcán que hace poco amenazaba nuestro modo de vida, y cuya defecación aún sigue ahí arriba. No fue menor la belleza plástica del crimen del siglo XXI, el 11-S en Nueva York (por decirlo, algún artista tuvo allí problemas). Las fotos del Eyjafyalla mostraban el esplendor de una herida abierta en la corteza de la realidad. Lo hacen también los cuadros de Picasso que exhibe el Metropolitan. Estos goces estéticos suponen que aún vivimos, sensorialmente, en el siglo XX, en el que advino el Apocalipsis: el fin de la armonía, la rima, la forma, el sentido. ¿Siempre estuvo lo bello unido a lo siniestro? Decirlo ahora, y reinterpretar el arte antiguo, es un modo de colonizar el pasado. La fascinación por lo terrible tal vez explique también las catástrofes humanas del XX, pero los hijos del siglo nunca podremos arrancarnos su signo (y sino) de la frente.