La aprobación de que cada uno pueda hablar en el Senado de España como le dé la gana, para lo que se requiere un servicio de traductores simultáneos que además va a gravar al erario público con un gasto suntuario e inútil, tiene sus bemoles, que dijo el otro, además de ser perfectamente anticonstitucional, ya que la Constitución española, a la que los que menos la respetan tanto invocan cuando les conviene, impone la obligación de todos los españoles de saber la lengua española. Bien es verdad que el meollo del separatismo es precisamente su rechazo a España y, en consecuencia, a su Constitución: los catalanes quieren ser franceses y los vascuences no quieren ser españoles, y la izquierda, desde la moderada (bien es cierto que no hay izquierda moderada) hasta la totalitaria, bien por oportunismo, bien porque siguen creyendo que lo de hablar español es cosa del franquismo y de la derecha, plegándose a los separatistas.

En la cuestión lingüística, inseparable, no nos engañemos, del separatismo, influyen diversos factores, todos mezquinos: el miedo, el paletismo, el oportunismo, el aldeanismo de unos, el terror pánico de otros a no parecer suficientemente correctos en materia política... ¿Y por qué va a ser más «políticamente correcto» hablar catalán que hablar español? Sin embargo, esto se tuvo por dogma de la izquierda radical durante mucho tiempo. Cuando José Selgas salió de la cárcel, donde había estado un año por el delito de propaganda ilegal (le habían detenido arrojando propaganda contra unas elecciones a concejales del tercio familiar en los últimos tiempos del franquismo), volvió cantando canciones medievales catalanas o valencianas en las que se repetía a modo de estribillo «petita bonita» o algo así. Volviendo al mundo sentimental de la Edad Media, ¿se iba a derribar el franquismo? Calculo que no, y menos mal que poco después el cantante Luis Llach se dio cuenta de que había personas que hablaban catalán y eran unos perfectos fascistas.

Poco después se descubrió que lenguas que se habían dejado de hablar en el siglo XVI o que, sencillamente, habían sido inventadas en el siglo XIX poseían un enorme potencial revolucionario. Finiquitada la lucha de clases por falta de argumentos y motivos, se imponían la lucha de razas y la lucha de sexos como sustitutivos. Ahora se trataba no de mantener unido lo que nunca había estado separado de manera efectiva, sino de separarlo en nombre del «hecho diferencial», todo lo que fuera posible, tarea de la que se lanzaron los separatistas con el apoyo del comunismo desnortado y del socialismo oportunista, que nunca habían contemplado las lenguas olvidadas o inexistentes en sus meticulosos programas. Así la lingüística, potenciada durante el franquismo por su carácter inocuo, casi abstracto, frente a la historia o la sociología, se convirtió en un arma de lucha sumamente poderosa. De pronto, chapurrear vasco o catalán resultaba más potente que haber leído el «Manifiesto Comunista». Qué mundo de locos. Y así, doña Leire Pajín, que no sabe hablar español, nos sale hablando en catalán y gallego. Qué cosa más absurda es ser «progre» ahora: defender el aborto, no fumar ni beber alcohol, hablar cualquier cosa y con cualquier acento, disculpar a Hugo Chaves, Raúl Castro y Evo Morales, y defender al juez Garzón, la «última víctima del franquismo». Y todo esto en medio de una crisis económica de proporciones pavorosas. Aunque yo estoy convencido de que el problema mayor de la crisis no es económico, sino de estado de ánimo. La situación presente me recuerda mucho a la de los primeros tiempos del felipismo. Entonces por euforia y ahora por desánimo, aquí sólo se piensa en la jubilación. Mal síntoma para un país en crisis. En los primeros tiempos del felipismo todo el mundo creía que se iba a jubilar al día siguiente, y se iban al trabajo como quien perdona la vida al empresario. Hoy no hay trabajo y nadie lo lamentaría si no fuera porque sin trabajo no hay vacaciones ni jubilación. Se habla a todas horas de la pérdida de puestos de trabajo, pero a nadie se le ocurre hablar de trabajar. Al menos, los traductores simultáneos del Senado ya tienen trabajo.

En los primeros tiempos de la transición, los «hechos diferenciales» y las reivindicaciones lingüísticas eran patrimonio del izquierdismo radical. Había una novela de Juan Goytisolo en la que se hablaba de «hechos diferenciales» mientras el personaje principal bebía albariño, pero yo no la leí, porque Goytisolo es un escritor absolutamente ilegible en cualquier lengua. Sin embargo, sí puedo certificar que la utilización del «hecho diferencial» por parte de la izquierda extremista fue apresurado y de última hora. En mayo de 1968 di yo una conferencia sobre el poeta bable Pepín de Pría en el Ateneo de Oviedo. No pretendo echarme faroles, pero probablemente fue la primera vez que se hablaba en Asturias de un poeta bable en una institución cultural, no porque estuviera prohibido, sino porque en aquel tiempo a nadie se le hubiera ocurrido que en bable se pudieran escribir otras cosas que «caxigalines». Algunos amigos, subrepticiamente comunistas, me reprocharon que perdiera el tiempo con versos sobre fuentes y xanas, que nada tenían que ver con la «lucha de clases». Incluso los futuros dirigentes del posteriormente muy regionalista MC estaban preocupados tanto por las algaradas del mayo francés como por la posibilidad de plantar naranjos en Pajares durante el inminente plan quinquenal. Si a Cheni Uría le hubiera ido alguien en 1968 con una poseía en bable, hubiera pensado que estaba loco. Y ya ven: cuatro o cinco años más tarde, el bable se convirtió en una de las reivindicaciones más importantes de ese partido.

En estos primeros tiempos pretransicionales, la agrupación Conceyu Bable se comportó con astucia. Utilizó con habilidad y siempre que pudo las páginas de «Asturias Semanal», en las que incluso se hizo algún ensayo de publicar un diccionario del bable, donde la traducción asturiana de «habeas corpus» era «cordobeyu». La gran preocupación de los de Conceyu era política antes que lingüística. Creían erróneamente, y, lo que es peor, lo siguen creyendo, que las lenguas se establecen por decreto, sin necesidad de hablantes. Hablantes ya los habrá a partir del momento en que la «llingua llariega» sea obligatoria. Gustavo Bueno atribuye esta actitud desmesurada a que la princesa de Asturias (Amelia Valcárcel) y su marido (que no es príncipe de Asturias, no confundamos) habían leído los «Discursos a la nación alemana», de Fichte, de donde sacaron la idea de que basta con tener una lengua para que haya nación. Así equipararon la lengua alemana al bable, Goethe a Xosefa Xovellanos. ¡Pues muy bien! La obsesión de Conceyu en los días posconstitucionales era traducir la Constitución al bable. No les hicieron caso, al menos de inicio.

El PSOE, en este punto, mantuvo una actitud de sensato recelo. A la propuesta, por parte de algunos de las Juventudes, de hacer pasquines en bable se opuso Emilio Barbón terminantemente, alegando que costaría más tiempo redactarlos y que no los iba a leer nadie. Cuando los del PSP sacaron un número de «Avance» apócrifo, aquello indignó a la vieja guardia socialista, tanto por la utilización indebida de una cabecera que no les correspondía como por las colaboraciones que se incluían en bable.

El 4 de junio de 1976 la Policía retiró de los puestos de venta la revista «Asturias Semanal», en la que había una entrevista con Alfredo Augusto, que exponía el programa del PT (Partido del Trabajo). No recuerdo si habría referencias al bable; supongo que no, porque los del PT eran gente seria; pero en aquel mismo número de la revista, XX, Sánchez Vicente (cuya evolución posterior merece el máximo respeto) elaboraba una «lista negra» de enemigos de la «normalización llingüística», en la que figuraban Clarín, Aurelio del Llano, Unamuno, el PSOE y Ramón Menéndez Pidal. Clarín había «robáu» al «pueblu asturián» la novela «La Rexenta», no escribiéndola en la «llingua de só», por lo que procedía traducirla sin demora al bable. Mas el proyecto quedó en agua de borrajas, según Pedro Caravia, por falta de léxico.

Mayor pretensión política tuvo el acto realizado el 25 de mayo de 1978 en la Sala Capitular de la Catedral, al que asistí en representación de la Asociación de Vecinos de Pumarín, de la que era vicepresidente. También había representaciones de toda la izquierda, del PT al MCA, y Emilio G. Pumarino por UCD. Dos chicas monas del PSP dijeron que estaban en representación del PSOE. Hablaron Arias y la princesa de Asturias, doña Amelia Valcárcel Bernaldo de Quirós, pero como lo hicieron en bable fueron breves: falta de léxico, evidentemente. Lo más importante fue que Arias propuso que el «25 mayu» fuera declarado «Día de Asturias», por ser tal fecha de 1808 la de la declaración de guerra a Napoleón (¡ni más ni menos!), ya que el día de Covadonga era exclusivo de la derechona, y celebrar el mes de octubre en recuerdo de la gloriosa revolución a lo peor no era bien visto por elementos reaccionarios. Así que, como de costumbre, todo era cuestión de fiestas. Tambor y gaita. Por fortuna, entonces todavía Fraga Iribarne no había inventado los ejércitos de gaiteros desfilando por las calles como manifestaciones del «hecho diferencial».

Mas de aquellos actos pintorescos y extravagantes se ha llegado a que en el Senado de España se deje, por ley, de hablar español. Menos mal que en el resto del mundo es la lengua europea más hablada. Mucho más que el inglés, que es lengua de trato, mientras la española es materna.