Inmaculada Corrales (Oviedo, 1936), catedrática de Estratigrafía jubilada, dedicó 44 años de su vida a la docencia. Hija de comerciantes, hermana de profesores, como otras universitarias de su generación vivió anécdotas de minoría. Hizo su carrera en Salamanca y Oviedo. Participó en la política universitaria democrática y, años después, entró como independiente en la candidatura socialista de Leopoldo Tolivar Alas y fue concejala del Ayuntamiento de Oviedo de 1999 a 2003. Nació en el centro administrativo de Oviedo (la plaza del Ayuntamiento) y ahora vive en Ayones de Latores, sin salir del concejo.

-¿Qué se encontró a su regreso a Oviedo en 1967?

-La geología marina era nueva -hasta entonces sólo se impartía en Madrid- y, como era el último mono, pasé a darla. En 1968, cuando se murió Llopis en un accidente de tráfico en Cataluña, Carmina Virgili se fue a Madrid y quedé temporalmente al mando, porque era la más antigua. Un geólogo francés exploraba la plataforma continental cantábrica y necesitaba que les acompañara un geólogo español mientras estuvieran en aguas territoriales nacionales. Se dirigió al Instituto Oceanográfico Español, que tenía un buen barquito por el Mediterráneo. Cuando los del Oceanográfico se enteraron de que el barco francés era una bonitera con cuatro aparatos, les hablaron de mí, les dijeron que mejor que fuera yo. Acepté. Preparé los permisos y me los denegaron de palabra por aquello de que «la española cuando besa, es que besa de verdad» y que qué iba a hacer una española con seis franceses en un barco. Me lo comunicó el decano, pero la orden llegó del Ministerio de Educación. Era 1969. Se fue al barco un chico recién licenciado. Salió de La Coruña, lo mecieron dos días en las olas y en Santander lo tiraron del barco o se bajó él porque no aguantaba el mareo.

-Un año antes usted estuvo entre los geólogos españoles que se encontraban en un congreso internacional en Praga cuando entraron los tanques rusos.

-Llevábamos ocho días en el país y una noche, en la residencia universitaria, a las cuatro de la mañana, llamó a la puerta Manuel Julibert diciendo «los rusos están invadiendo Checoslovaquia». Me asomé a la ventana, estábamos muy cerca del aeropuerto, y había una incesante entrada de aviones. Habíamos llegado en coche y permanecimos aún dos días más en Praga, donde la orden era de no resistirse. Jenaro García-Alcalde hizo las fotos de la invasión, de una carretera con columnas de vehículos militares que chocaban entre sí cuando paraba uno. La Embajada estadounidense organizó un convoy de salida por caminos comarcales. En cada cruce había un checo indicándonos por dónde seguir. No se preocupaban por ellos mismos, nos ofrecían una gasolina que no sabía si iban a necesitar ellos más adelante. Un pueblo maravilloso. Los estadounidenses habían llegado en aviones y buscaban sitio en los coches de los europeos. Nosotros íbamos cuatro en un Seat 600 y llevábamos un equipaje grande porque Marisa Barrero y yo habíamos salido unos días antes para hacer turismo. Salimos por Austria.

-¿Ya estaba usted entonces politizada?

-Sí, porque la Facultad lo estaba. Habíamos tenido alumnos en la cárcel.

-En octubre de 1970 se fue de agregada interina de Estratigrafía y Geología Histórica a la Universidad de Salamanca.

-Sí. En Salamanca se hacía mucha política universitaria. Estaban Rafael Calvo Ortega, que sería ministro de UCD; Gloria Vegué, que luego fue senadora, y el rector era Julio Rodríguez Villanueva. Tuve mucha relación con Santiago Gascón, más tarde rector de la Universidad de Oviedo. Salamanca era una ciudad muy universitaria que tenía su cuarto de estar en la plaza Mayor y en la que se distinguía muy bien a los universitarios y a la cornucracia, los del toro. Estuve diez años, saqué la plaza de agregado, la de catedrático, desarrollé mucha labor universitaria, viajes, tesis, equipo. Me integré muy bien.

-¿Por qué volvió en 1980?

-Mi madre había muerto en 1976 y quedaban mi padre, con 84 años, y María Vigier, con 88, a los que sacamos de la casa de la plaza del Ayuntamiento y llevamos a un piso más pequeño en Leopoldo Alas, frente al Campillín. Fui a vivir con ellos.

-Definió a María como una segunda madre. ¿Cómo era?

-Una mujer rápida contestando, ingeniosa y sin pelos en la lengua. Vino a Oviedo con 18 años y murió con 99 falando tapiego. Mi padre fue muy trabajador y más que honrado. Durante nuestra infancia dejó la crianza en manos de mi madre, pero cuando se jubiló mostró todo el cariño a los nietos. Murió con 100 años y los celebró con una fabada. Un 31 de diciembre dijo «avisa al cura, que esto se acaba».

-¿Cómo encontró la Universidad de Oviedo cuando regresó?

-No fui recibida con los brazos abiertos porque la plaza era para otro. La plaza se convocó en Semana Santa para que nadie se enterara. En Salamanca tenía un equipo y aquí a nadie. Luego la cosa fue mejorando.

-Regresó a Oviedo por atender a su padre y a María, y perdió en su carrera. ¿Se arrepintió de hacerlo?

-Arrepentirse no sirve de nada. En los primeros momentos lo sentí, luego ya no. A los dos años contacté con gente de otras áreas, recuperé mis amistades femeninas, participé en la Asociación Progreso y Universidad (APU), donde hice amigos de otras facultades que he conservado con los años. Fue cuando accedió al Rectorado Alberto Marcos Vallaure. También cuando el edificio de la Facultad casi se cae por una confluencia de errores arquitectónicos y geológicos. De los años de la APU vino que luego fuera en la lista de Leopoldo Tolivar Alas a la Alcaldía de Oviedo.

-De 1999 a 2003 con el PSOE.

-Partido en el que nunca milité. Fui por Leopoldo.

-¿Cómo recuerda la experiencia?

-Bien y mal. Bien porque conocí gente estupenda. Mal porque iba a trabajar por Leopoldo y encontré a otros que iban a lo suyo.

-¿Quiénes?

-Alberto Mortera, que segaba la hierba bajo los pies de Leopoldo. Pero fue un período interesante en el que aprendí mucho de caballos, de su propiedad y de sus cambios de propiedad. Entonces las empresas que concurrían a contrataciones del Ayuntamiento de Oviedo o a prestar servicios eran todas amigas de los caballos.

-Pasó la guerra en Tapia de Casariego, donde aún veranea, ¿cómo es su primer recuerdo del pueblo?

-En la parte alta, el barrio de San Blas, sólo estaba la ermita, las casas bajas cercanas y alguna más. El resto era un campo con una oveja atada a una estaca, pastando. En el muelle, cerca de las escaleras que van al faro, siempre había apilados troncos de pino. Los marineros teñían las redes de marrón con casca, corteza de pino.

-¿Ha hecho la vida que quería?

-No lo sé, pero no me quejo de lo que he hecho.

-¿Qué le ha dado más satisfacciones?

-Enseñar lo poco que sé y tener a bastante gente que me aprecia por cómo soy o dejo de ser. Me jubilé voluntariamente a los 66 años porque empecé a darme cuenta de que ya no rendía tanto. Cuando puedo y tengo dinero hago un viaje largo, muy concreto y bien preparado, con un grupo que dirige un profesor de Historia y en el que viajan especialistas en el lugar que se visita. Llevo una vida normal algo ácrata. Si no hay obligaciones, me levanto cuando despierto y como cuando tengo hambre. Oigo música clásica y dedico dos horas a leer la prensa.

-¿Se enfada con lo que lee?

-En los últimos meses, sí. De no ser por los «indignados», sería para marcharse del país.

-¿Echa de menos no haber conseguido algo?

-Cantar como la Callas, tocar el piano como Alicia de Larrocha.

-¿No tiene creencias religiosas?

-No. Nunca fui meapilas, pero a los veintitantos años me fui despegando de la religión.