El 18 de julio de 1936 ha quedado como fecha tópica del levantamiento militar contra la República que desencadenó una sangrienta Guerra Civil que duró casi tres años y que, también, tópicamente, costó un millón de muertos y produjo heridas en la sociedad española que aún hoy, 75 años después, no están del todo cerradas. El 18 de julio, a las cinco de la mañana, era la hora convenida por los militares golpistas para iniciar la acción encaminada a derribar el Gobierno de la República, pero ya en la tarde del día 17 fuerzas de la Legión y de Regulares tomaron el control de Melilla y pronto el golpe se extendió a Ceuta y a Tetuán, donde residía el alto comisario interino de España en Marruecos, el ovetense Arturo Álvarez-Buylla y Godino. En contacto con el Gobierno, Álvarez-Buylla trató de coordinar la respuesta a los sublevados, pero sus esfuerzos fueron inútiles. Álvarez-Buylla sería fusilado, junto con un primo de Franco, unos meses después.

El Gobierno estuvo al tanto de las actuaciones militares desde la misma tarde del viernes 17 de julio, pero ni el presidente Azaña ni el jefe de Gobierno, Casares Quiroga, supieron reaccionar como las circunstancias demandaban. Varias emisoras de radio informaron ya en la noche del 17 de julio que el Ejército se había sublevado en Marruecos, y esa misma noche las direcciones nacionales de los sindicatos UGT y CNT declararon la huelga general como respuesta.

En Asturias la noticia de la sublevación fue conocida por el gobernador civil, Liarte Lausín, el mismo 17 y llegó también a la redacción del periódico socialista «Avance». Un editorial en primera página, que llamaba a defender la República «con cojones y dinamita», fue censurado por el Gobierno Civil, con lo que la primera plana del ejemplar salió casi por completo en blanco. Sólo una columna de las cinco, y no completa, informaba de que «los elementos obreros montan guardia en toda la provincia».

A lo largo del día 18, poco hizo el Gobierno para frenar el golpe. Al final de la tarde, Azaña, presidente de la República, aceptó la dimisión de Casares Quiroga, y encargó la formación de nuevo Gobierno a Martínez Barrio, que ni siquiera se llegó a publicar en la «Gaceta». Ya en la madrugada del día 19, Azaña encomendó la tarea a su correligionario José Giral, cuyo Gobierno tomó la decisión de armar al pueblo.

El golpe militar fracasó en las más importantes ciudades españolas. Sólo en Castilla-León, Galicia, Navarra, Vitoria, parte de Aragón y Sevilla los sediciosos consiguieron hacerse con el poder, tras detener o fusilar sin contemplaciones a los propios compañeros que se opusieron o no secundaron su opción. Oviedo, sorpresivamente, quedó en manos de los sublevados. El dirigente socialista Juan Simeón Vidarte, representante del PSOE en el comité nacional del Frente Popular, autor de un libro titulado «Todos fuimos culpables», lo calificó como «uno de los mayores y más inesperados fracasos de los recursos del Gobierno» y lo achacó a «exceso de confianza en nuestras fuerzas, bien probadas durante la insurrección de octubre y por creer en la lealtad del coronel Aranda».

La Revolución de Octubre de 1934 fue, indirectamente, determinante de lo ocurrido en Oviedo. El coronel Aranda había sido encargado por el general Franco, jefe superior del operativo militar desplegado para sofocar la Revolución de Octubre, de bloquear la salida de Asturias hacia el Sur por los puertos de la cordillera Cantábrica. Posteriormente, sucedió a López Ochoa como gobernador militar y luego fue nombrado jefe de la Comandancia Militar Exenta de Asturias. Aranda tuvo muy claro, desde el primer día, que a él no le volvería a ocurrir lo sucedido en octubre de 1934 a las fuerzas militares de guarnición en Oviedo, que quedaron encerradas en su cuartel y fueron liberadas por la columna de López Ochoa, que era bastante inferior en número a los que estaban rodeados por los revolucionarios. Para evitar la repetición de lo ocurrido en octubre, Aranda tenía claro que debía de preparar una línea de defensa en torno a Oviedo y concentrar a la Guardia Civil en la capital, pues dispersa en cuarteles por toda la provincia no podía oponer ninguna resistencia. El propio Aranda lo relató en un escrito titulado «Sitio y defensa de Oviedo», fechado en 1940. Según él, Aranda tuvo noticias de la sublevación militar en Marruecos cerca de la medianoche del 17 de julio. A la mañana siguiente ordenó la concentración en sus cabeceras de las ocho compañías de guardias civiles y fue, según sus palabras, «sigilosamente a Gijón y Avilés para pulsar la situación, trayendo malas impresiones sobre las fuerzas de asalto de Gijón y las de Carabineros de Avilés, cuyos jefes eran francamente rojos. El día 19, a las seis horas y diez minutos, llamó el general Mola desde Pamplona al coronel Aranda comunicándole la iniciación del Movimiento en Navarra, a lo que éste contestó que se sumaría en cuanto llegase a Oviedo la fuerza en marcha», en alusión a la Guardia Civil.

Otra cuestión es cómo se arregló Aranda para no hacerse sospechoso de simpatizar con los golpistas ante los representantes del Frente Popular. En esta cuestión, no cabe duda, supo jugar sus cartas con habilidad, pues sus antecedentes no le avalaban como simpatizante de la República ni del Frente Popular. Es más, los dos máximos responsables del que fuera el jefe militar de Asturias eran, precisamente, el general Franco, uno de los generales sublevados, y el líder de la CEDA, José María Gil Robles. Aunque alguno de los miembros del comité provincial del Frente Popular, que desde el mismo día 18 de julio se constituyó en Oviedo en el Gobierno Civil, junto al gobernador, desconfiaba de Aranda, en ningún momento se llegó a sospechar que les iba a traicionar. Es más, de la ladina actuación de Aranda es significativo que algunos de sus subordinados militares tampoco se fiaran de él. Desde luego, no estaba entre el grupo de militares que en Oviedo preparaban la sublevación. Pero sabía de sus reuniones y les dejó hacer.

Aranda aplicó en Oviedo lo que Franco había sugerido unos meses antes. Cuenta Joaquín Arrarás en la «Historia de la cruzada española» que tras el triunfo del Frente Popular en las elecciones de febrero de 1936, Aranda fue a Madrid a plantear al jefe del Gobierno, Manuel Azaña, que la Comandancia Militar de Asturias carecía de fuerza suficiente para contener el alud que se veía venir. En tal ocasión, coincidieron en la antesala del Ministerio de la Guerra los generales Franco y Fanjul y el coronel Aranda. El general Fanjul, que se sublevaría en Madrid en el cuartel de la Montaña, preguntó cómo harían para organizar el alzamiento. A lo que Franco respondió: «Que cada cual declare el estado de guerra en su jurisdicción y se apodere del mando. Después, ya veremos cómo nos ponemos en relación». Y eso fue lo que hizo Aranda, llegado el momento decisivo: declarar el estado de guerra en Oviedo.

El otro elemento citado por Vidarte como causa del fracaso de Oviedo fue el exceso de confianza en su propia fuerza de que hicieron gala los dirigentes del Frente Popular en Asturias. Pese a que ya en la noche del 17 las organizaciones de izquierda se habían movilizado y el 18 gran número de militantes convergieron sobre Oviedo, la idea de enviar una columna de mineros a Madrid para ayudar a sofocar la rebelión dejó inermes a las fuerzas republicanas en Oviedo. La solicitud de ese refuerzo se debió, sin duda, a Indalecio Prieto. Los socialistas asturianos, según Octavio Cabezas, autor de una muy documentada biografía del dirigente socialista, acusaban a Prieto «no sólo de haber creído en Aranda, sino también de haber dado la orden de marcha de la columna de mineros hacia Madrid, dejando el campo libre a Aranda». En Madrid, cuenta Julián Zugazagoitia, director del periódico «El Socialista», esperaban anhelantes «el momento de verlos (a los mineros asturianos) irrumpir victoriosos por las calles de la Villa».

La salida de una columna de unas 2.500 personas, compuesta por veteranos de la lucha de octubre de 1934, hacia la capital de España en la noche del 18 facilitó de una manera extraordinaria la labor de Aranda. Fue, sin duda, un exceso de confianza, pues Aranda se las arregló para que marcharan desarmados, diciendo que se las darían en León. Sólo les facilitó 250 fusiles de la Guardia de Asalto, el único cuerpo cuyo jefe, el comandante Ros, era abiertamente leal a la República.

Las cosas no cambiaron el día 19. Aranda supo evadirse de las requisitorias que los dirigentes del Frente Popular le hacían para que repartiera armas entre el pueblo. Para presionarle, le telefonearon desde Madrid varios jefes militares leales a la República, pero Aranda se escudó en que no había recibido orden escrita del Ministerio de la Guerra. En todo el proceso de tira y afloja que se mantuvo entre Aranda y el gobernador civil y los dirigentes del Frente Popular, alguno de éstos ya desconfiaba abiertamente de la sinceridad del militar y propuso su detención. Pero, pese a ello, nadie se atrevió a dar ningún paso ni a tomar ninguna medida, ante el temor de que una actuación en tal sentido pudiera precipitar los hechos.

Cuando al fin llegó el telegrama con la orden de entregar las armas, Aranda supo que ya no podía seguir manteniendo su juego y que había llegado la hora de pasar a la acción. Alegó entonces que para dar cumplimiento a la orden debía trasladarse personalmente al cuartel de Pelayo, y con esa disculpa, según sus propias palabras, «se evadió del Gobierno Civil. Trasladándose a la Comandancia Militar, dio la orden de preparar las fuerzas y marchó al cuartel de Pelayo para tomar el mando. Antes dio por teléfono al comandante militar de Gijón la orden de ocupar en los alrededores de la ciudad las posiciones previstas para dominarla, y el coronel Franco, director de la Fábrica de Trubia y jefe de la guarnición, recibió la orden de defenderla hasta donde fuera posible y volarla antes de entregarla. El comandante militar de Gijón acogió la orden con absoluta conformidad, y el coronel Franco ofreció garantizar la defensa, pero opuso reparos a inutilizar la fábrica, por lo que fue reprendido y reiterada la orden».

Cuando Aranda se marchó del Gobierno Civil ya sabía que habían llegado a Oviedo cinco de las siete compañías de guardias civiles. La de Avilés lo hizo ya de noche, cuando ya la guarnición de Oviedo se había sublevado. Lo que ocurrió después es bien conocido. Llegado al cuartel de Pelayo (actual Facultad de Humanidades), Aranda mandó a buscar al comandante Caballero, antiguo jefe de los guardias de Asalto, que tenían su cuartel en el monasterio de Santa Clara (actual Delegación de Hacienda). Aranda puso a disposición de Caballero y del teniente Rodríguez Cabezas, que también había servido en el cuerpo de Asalto, un grupo de treinta guardias civiles. En dos furgonetas salieron hacia Santa Clara, donde había pocos guardias, pues ya desde el día anterior patrullaban por las calles, y sí numerosa gente que esperaba la entrega de armas. No le fue difícil a Caballero hacerse con el control del cuartel, ayudado por la sorpresa.

Pronto la noticia corrió como reguero de pólvora por la ciudad. Cuando el gobernador Liarte Lausín y los miembros del comité provincial del Frente Popular quisieron reaccionar, descubrieron que tenían cortadas ya las comunicaciones telefónicas. Inmediatamente, todos los representantes políticos allí reunidos abandonaron el edificio y emprendieron la huida de Oviedo. A algunos ya les costó mucho trabajo salir de la ciudad, porque por todas las salidas había patrullas; otros no lo consiguieron, como Carlos Vega, secretario general del Partido Comunista en Asturias. Graciano Antuña, diputado socialista, no quiso, al parecer, emprender una nueva huida, como había tenido que hacer en octubre de 1934. Seguramente no sospechaba, ni por asomo, que acabaría su vida ante un pelotón de fusilamiento.

En Gijón, el coronel Pinilla no pudo llevar adelante la orden de Aranda, debido a la resuelta actitud del capitán Nemesio Gómez Domínguez, que ya desde el 18 se había manifestado contra cualquier intento de secundar el levantamiento militar. El capitán Gómez fue arrestado en la sala de banderas, pero cuando su compañía iba a salir a apoderarse de la ciudad, lo evitó, con lo cual tuvo que suspenderse la salida hasta el día siguiente, 20 de julio. Para entonces, las organizaciones políticas leales a la República ya estaban preparadas y evitaron que las tropas se apoderaran de Gijón, pero esto ya es historia del siguiente capítulo.