No deja de sorprenderme esta notoriedad de la red social, esta afición por lo dospuntocero que quiere impregnar el espacio analógico incluso cuando su aporte es igual o menor que el conjunto vacío. Casi todo el mundo sabe que el frenesí y las limitaciones de Twitter, por poner, impiden el diálogo razonable o el análisis profundo. Está bien para las risas -ahí están las Espeonzas o los Masasenfurecidas, perfiles graciosos con los que perder algunos segundos- y, sin duda, para el uso vietnamita de algunos activistas. Por lo demás, el ochenta por ciento, más que inofensivo piar prometido, es molesto cacareo, parloteo insustancial. Pero los candidatos, ¡ay!, se creen en la obligación de colgarse un tweet a la espalda y que los de prensa vayan soltando un entrecomillado, un link a una foto, cosas así. Es como lo de «síguenos en Facebook», que ya aparece hasta en los cartones de leche desnatada. O los códigos QR, esos mosaicos de píxeles en blanco y negro que los teléfonos inteligentes pueden leer sin decirte nada. Menos mal que Second Life ya no mola. Todavía me acuerdo de cuando Llamazares era un avatar. Algo hemos ganado.