En tiempo aún de reacciones, el conflicto abierto a raíz de la expropiación de YPF ha traído consigo una curiosa coincidencia. Enzarzados en la lucha dialéctica, la señora de Kirchner y el ministro García-Margallo han dado viveza a su descripción del incidente aludiendo a las recientes torpezas cinegéticas de nuestra Familia Real. Así, mientras que la una señalaba que la curva de inversiones de la multinacional en su país describía en los últimos tiempos una trayectoria parecida «a la trompa de un elefante», el otro tenía un desliz al indicar que, con esta decisión, Argentina «se pega un tiro en el pie».

Pero más allá de la visceralidad política del asunto, lo cierto es que Repsol se ha dado de bruces con algo que Dani Rodrik, profesor de economía política en Harvard, denomina los límites de la globalización. La petrolera española ha descubierto que la nación-estado, considerada por las narrativas dominantes en ciencias sociales como un fósil de otro tiempo, no solamente está bien viva, sino que parece gozar de muy buena salud como agente económico. De repente, algunos se han visto obligados a rescatar del cajón la variable de análisis estratégico de riesgo-país. Expresado en sus términos más básicos, este indicador subraya que, al decidir una apuesta inversora, además de las consideraciones de retorno económico, la empresa debe calibrar las condiciones de estabilidad política, social o jurídica del entorno nacional en el que se pretende invertir.

El caso Repsol-YPF muestra las tensiones internas de un escenario económico global que se encuentra a medio construir. Formalmente existen instituciones, como el Centro Internacional de Arreglos de Diferencias Relativas a Inversiones (CIADI), dependiente del Banco Mundial, de las que cabría esperar una resolución ordenada de este tipo de disputas. Este órgano internacional de arbitraje descansa sobre una estructura de acuerdos bilaterales entre países, siendo relevante en este caso el Acuerdo de Promoción y Protección Recíproca de Inversiones (APPRI), firmado en 1991 entre España y Argentina.

El problema es que este dispositivo institucional resulta altamente inadecuado, tanto si de lo que se trata es de vincular a las partes en la decisión de arbitraje, como de asegurar una salida incruenta del conflicto. La efectividad del CIADI es discutible, sobre todo si tenemos en cuenta que un elevado porcentaje de sus fallos no han sido atendidos y que Argentina, además de acumular 25 de los 147 litigios abiertos ante este organismo, es una verdadera campeona mundial del incumplimiento, con millones de dólares relativos a indemnizaciones pendientes de pago.

Los análisis sobre poder, autoridad pública y regulación, desde Max Weber a Bertrand Russell, subrayan que la capacidad de cualquier institución para hacer valer sus normas descansa sobre dos principios complementarios. Por un lado, el reconocimiento de las partes, que se comprometen a acatar esas normas independientemente de que éstas terminen resultando lesivas para sus intereses. Y por otro, la posibilidad de hacer uso del palo en la mano para imponer la norma de forma coercitiva y asegurar su cumplimiento si el compromiso anterior se resquebraja. Visto el escaso éxito alcanzado hasta el momento por el CIADI en otros casos similares al de Repsol, es inocente esperar que esta institución termine proporcionando una buena solución al asunto.

En estas condiciones, el Ejecutivo de Mariano Rajoy parece decidido explorar otras vías de presión más directa, para lo cual ha tratado de recabar apoyos tanto entre sus socios comunitarios como en su reciente gira por Iberoamérica. Quizás esta opción sea más eficaz pero, al mismo tiempo, puede abrir una caja de Pandora de nuevos problemas. Al extender el conflicto al Gobierno español y ampliar la nómina de contendientes, se multiplica el riesgo de una escalada de represalias mutuas en materia comercial y aduanera entre España y Argentina, con lo que esto implica de amenaza al resto de inversiones recíprocas de ambos países.

¿Qué hacer entonces? ¿Cómo ordenar los intercambios entre empresas que no son tan apátridas como pensábamos y naciones-estado que tampoco están tan debilitadas o a la merced de los intereses económicos transnacionales como suponíamos? Seguramente, lo primero que deberíamos hacer es reconocer que los juegos económicos en esta globalización a medio hacer que tenemos (y que sufrimos) son mucho más complejos de lo que cabía esperar. Después, tendríamos que darnos cuenta de que es precisamente la falta de normas y su inadecuación lo que nos ha metido en el atolladero. ¿Con alguna salida? A Dani Rodrik se le ocurren únicamente dos: o bien reforzamos el mandato de las instituciones supranacionales de regulación, con las dificultades políticas que eso tiene; o bien, tras un ejercicio de realismo, reconocemos que el muerto no lo estaba tanto y que la nación-estado sigue siendo un actor económico a tomar muy en cuenta en el actual escenario de la globalización.