La crisis ha despertado el instinto político de la sociedad española. No es la primera vez que esto sucede. Los cambios de ciclo electoral han coincidido casi siempre con coyunturas recesivas. Ocurrió así en 1982, 1996 y 2008. La excepción está en las elecciones de 2004, en las que la política exterior de Aznar, la respuesta al atentado de la víspera en Madrid y el liderazgo ascendente de Zapatero, tras un paréntesis conflictivo en la dirección de su partido, provocaron la nueva mayoría socialista. Los españoles hoy vuelven a señalar con el dedo acusador a los políticos, como cuando a mediados de la década de los noventa la política nacional era una escandalera y renegaban de sus representantes. Después de un largo letargo, inducido por una fase de crecimiento económico sostenido, hemos caído en la cuenta de que los políticos han defraudado nuestra confianza y queremos moverles la silla.

Lanzamos contra ellos todo tipo de críticas y denuestos y, a pesar de seguir votándolos, les hemos retirado nuestra confianza. La idea de hacer una profunda reforma del sistema político se abre paso. Un día se propone un sistema electoral diferente, al siguiente se postula otro modelo de Estado, centralista o federal, y al otro la adaptación del Senado a su función constitucional o la eliminación de las subvenciones a partidos y sindicatos. Lo novedoso es que sea un sector de la clase política el que promueva algunas de las reformas. En concreto, el Gobierno de la nación ha impulsado una reducción del número de concejales y una regulación más estricta de las retribuciones de los alcaldes. Dirigentes del PP, encabezados por su secretaria general, alientan la reducción del tamaño de los parlamentos autonómicos y la sustitución del sueldo fijo por unas dietas que percibirían según fuera su dedicación.

El artículo 23.1 del Estatuto de Autonomía de Asturias asigna a la Junta General las funciones de representar al pueblo asturiano, ejercer la potestad legislativa, aprobar los Presupuestos del Principado, controlar al Gobierno autonómico y otras. Debemos preguntarnos cuántos diputados son necesarios para ejercerlas con eficacia y si es imprescindible o conveniente que mientras ocupen el escaño no tengan otra dedicación, lo que justificaría la percepción de un salario.

En cuanto al número de diputados caben pocas dudas. El Parlamento asturiano tiene un tamaño que supera sólo al cántabro y al riojano. Aunque estas dos cámaras han retirado escaños de sus hemiciclos, ya pequeños, y nuestro Estatuto admite la posibilidad de un Parlamento de 35 escaños, los asturianos eligen un diputado por cada 20.000 electores, en tanto que en los parlamentos del Estado autonómico cada diputado representa a una media de 23.800 electores, una relación que oscila entre los 58.000 electores de Andalucía y los 7.000 de La Rioja. No puede decirse, por tanto, que la Junta General carece del tamaño suficiente para ser representativa de la sociedad asturiana y quedaría por ver si dicha magnitud, por el contrario, puede reducirse sin afectar a su rendimiento.

Estos días se discute más sobre el sueldo de los diputados. El debate está siendo algo confuso y lleva camino de no ir a ninguna parte, salvo a distanciar un poco más a los ciudadanos de los políticos. El PP argumenta que existe la imperiosa necesidad de recortar gasto público y que los políticos deben ser los primeros en dar ejemplo. Pero, antes de ir al fondo del asunto, el efecto inmediato de su propuesta ha sido una nueva devaluación de la actividad política. Los dirigentes de los partidos de izquierda han respondido, por su parte, con el doble argumento de la igualdad de oportunidades para ejercer un cargo representativo y de las exigencias de la política actual para defender la dedicación exclusiva de los diputados y, en consecuencia, la retribución de su trabajo mediante un salario. Ambos argumentos son débiles, cada uno en un punto. En los parlamentos donde se ha establecido la exclusividad no se ha visto aumentar el porcentaje de obreros, por ejemplo fontaneros, sino todo lo contrario. Los escaños, ya sea el Congreso o cualquier Cámara regional, tienden a ser ocupados cada vez en mayor proporción por funcionarios, docentes la mayoría, y abogados. Apenas hay trabajadores diputados, ni siquiera en las filas de la izquierda. Por otra parte, la Junta General desarrolló sus funciones durante más de una década retribuyendo el trabajo de sus miembros con dietas, pues el Estatuto de Autonomía, en su redacción inicial, siguiendo una recomendación de los acuerdos autonómicos firmados en 1981 por UCD y PSOE, descartaba expresamente la fijación de un salario. Y en la actualidad hay muchos parlamentos autonómicos que ofrecen al diputado la posibilidad de elegir entre la exclusividad y la compatibilidad de su escaño con otra actividad laboral, correspondiendo en cada caso una retribución diferente.

La cuestión del salario de los políticos ha sido y será siempre motivo de disputa. Para resolverla, los asturianos disponemos de los argumentos teóricos, pero también de nuestra experiencia y la de los demás. Lo que habría que procurar es no confundir el objetivo. La crítica a los políticos puede hacer mella en las instituciones. Si no nos convence el trabajo que realizan, el sistema electoral debería facilitar a los ciudadanos su sustitución por otros, y si no es así, lo que procede es modificar el propio sistema electoral. Pero la institución parlamentaria cumple funciones esenciales para la democracia. La principal lección que nos ha dejado esta crisis desde el principio es que la sociedad necesita instituciones fuertes con las que protegerse de la falta de moral de los capitales y de los malos políticos. Todo esto requiere mucha actividad, sobre todo de control, que los diputados tengan más en cuenta a los ciudadanos y que éstos encuentren motivos para darles su confianza y reconocer el valor de su trabajo. Las sociedades prósperas disfrutan de su situación gracias, entre otras cosas, a que han sido capaces de darse instituciones políticas de calidad y eficaces.