Carlos López Otín, insigne investigador oscense trasplantado en Asturias, catedrático de Bioquímica y Biología Molecular de la Universidad de Oviedo, explica con una reveladora imagen lo que pretende cuando habla en público de su trabajo. Al final de algunas de sus conferencias, proyecta tras de sí una diapositiva de una campesina lanzando «semillas de ciencia» con forma de dobles hélices de ADN a un huerto baldío. Sabe la falta que hace la divulgación científica. Lo sabe porque lo ha visto, porque puede sacar de su propia experiencia por lo menos dos ejemplos descorazonadores de torpeza. Lo contó el viernes en Muros de Nalón, donde pronunció una conferencia a sala rebosante y desató la carcajada del auditorio al recordar aquella carta que llegó a su laboratorio, situado en el edificio Severo Ochoa del campus de El Cristo de la Universidad de Oviedo, a pesar del modo en que el remitente había escrito las señas en el sobre, poniendo bajo el destinatario la dirección del modo siguiente: «Edificio Severo 8A».

Por si no bastase esta transformación del apellido del Nobel luarqués en un jeroglífico, en el piso con su letra o en el nombre de un androide de «La Guerra de las galaxias», Otín cuenta otra anécdota epistolar sugestiva. Hubo otra carta que también llegó al departamento de biología molecular aunque iba dirigida al «laboratorio de ideología molecular». Igual habría que leer más.