Marcos Rodríguez Pantoja recuerda la primera vez que fue capaz de hacer fuego. "Vi una perdiz en un árbol, le tiré una piedra, rebotó en el tronco y saltó una chispa. Y aquello me dio una idea. Yo no sé cuántas horas estuve intentándolo a base de rozar piedras, hasta que por fin salió un poquito de humo. Y así, con ayuda de hierbas secas y venga a soplar, logré recuperar el fuego". El fuego perdido un día en Sierra Morena, fue cuando Marcos volvió a sentir la maldad del ser humano. "Me lo apagaron, y me escapé". Pensaba que aquel fuego se había ido para siempre; pero no.

Marcos Rodríguez Pantoja, el "niño lobo" de Sierra Morena, pisó ayer Oviedo por vez primera. Su fascinante historia está contada en una película, "Entrelobos", rodada entre 2009 y 2010. La película fue proyectada por la tarde en la residencia de ancianos del Naranco, con los que charló de la aventura de su vida. Vendido a los 6 años por su padre a un señorito andaluz, que lo mandó a la sierra a ayudar a un viejo cabrero. A los pocos meses el cabrero se murió, y cuando los capataces del señorito subieron al valle a llevarse los cabritos, el pequeño pastor echó a correr. "Fueron ellos los que me apagaron el fuego, que siempre estaba encendido en la cabaña del cabrero. Al hombre intenté enterrarlo, comencé a cavar un agujero pero llegaron los buitres y se lo comieron. Yo me libré pero también iban a por mí".

Desde ese momento y hasta que la Guardia Civil dio con él 12 años después, en 1965, Marcos Rodríguez vivió y creció en soledad, pero nunca se sintió solo. "Tenía mis animales, los lobos y las águilas, y una serpiente que cogí cuando era muy pequeña y vivió conmigo. Dejé la cabaña y me fui a una cueva muy profunda. En realidad era una bocamina que estaba llena de murciélagos".

Marcos tiene 70 años y vive en un pueblo orensano, Rante, donde los vecinos le quieren. Vive solo, en una pequeña casa cedida y llena de fotos y recuerdos, y cuenta con una modesta pensión. No sabe leer ni escribir.

-¿Por qué no aprende?

-A mi edad... No sé. Casi prefiero no saber, ¿sabe usted? Porque si yo pudiera ponerme a la máquina y contar todo el mal que me han hecho las personas... Quisiera olvidar.

Olvidar la selva humana, infinitamente peor que la soledad del bosque. La madre de Marcos Rodríguez se marchó a Madrid cuando él era casi un bebé. "Fue a trabajar a una fábrica de ladrillos y murió. Éramos tres hermanos, yo nací en Añora, que está en Córboba, y a los pocos años me fui con mi padre a Cardeña. Él se juntó con otra mujer. Con cinco años ya andaba robando bellotas, la Guardia Civil detrás de mí, y mi padre y mi madrastra dándome unas palizas de muerte".

Los lobos. Un día el pequeño Marcos encontró una camada de cachorros y comenzó a jugar con ellos. "Me dormí y cuando desperté allí estaba ella, la madre. Pensé que me iba a matar. La loba había cazado y comenzó a repartir trozos de carne de un venado entre sus cachorros. Yo intenté quitar la carne a uno de ellos y la loba me dio un zarpazo. Me quedé sin ración pero cuando las crías ya estaban comiendo, la loba se me quedó mirando fijamente, arrancó otro trozo de carne y me lo soltó delante. No me atrevía a cogerlo pero ella me lo acercó con el hocico. Lo cogí, lo comí y la loba llegó incluso a lamerme la cara. Nunca más nos separamos".

Cuando fue visto por unos guardas reales de los cotos de Sierra Morena, Marcos era un joven de unos 20 años, con el pelo más abajo de la cintura. "No lo cortaba porque me abrigaba" y vestido con pieles de ciervo. "Dieron parte a la Guardia Civil de Fuencaliente. Yo estaba en la boca de la cueva y veo que llega un tío raro a caballo. Cuando me pongo a huir, ya estaba rodeado. Me echaron una cuerda, comencé a dar gritos y alguien dijo: taparle la boca, que este es capaz de avisar a los animales... Me bajaron al pueblo, me metieron en la barbería y cuando veo al peluquero sacar la navaja y afilarla, me dije: este me corta el cuello. Entre todos consiguieron que el barbero me cortara la melena" de un par de tajazos. En Fuencaliente la Guardia Civil le compró unos zapatos ("yo andaba a saltos") y propició un encuentro con su padre.

-Quise morderle. Y nunca más.

Marcos Rodríguez acabó en una residencia de monjas en Madrid donde aprendió lo más básico: dormir en una cama, comer caliente y andar erguido, para lo cual le pusieron una tabla en la espalda. Un sinvergüenza le embaucó poco después para irse a Palma de Mallorca, le llevó el dinero que le habían dejado las monjas y le dejó tirado. Trabajó en la hostelería y la construcción, y también como carpintero y pescador, y dio mil vueltas hasta recalar en Galicia. No para de sonreir, mantiene contacto telefónico con un hermano que vive en Cataluña y añora el mundo sin malicia de los animales.