Bajo la luz trémula de una Luna en cuarto creciente se despliega ante mí, por debajo de los dos mil metros, un gran mar de nubes.

Allí, al frente, se dibuja un contorno de picachos escarpados; Peña Vieja, Horcados Rojos, El Llambrión... resaltan bajo un cielo de brillos judíos y claridad selenita.

Más allá del tajo del río, sobre el profundo cañón angosto, inimaginables por el blanco mar de algodón que lo inunda, emergen como colgadas flotando en la nada de la noche millones y millones de toneladas de roca caliza: Peña Santa, Los Traviesos, La Canal Parda...

Pienso en los millones de años de estas peñas, (los geólogos dicen que trescientos), en su vejez de grietas y arrugas, de cientos, miles de deshielos. Partes de sí mismas en los jous, en las canales; en los fondos de los valles volviéndose cantos rodados.

La extraña e inabarcable intemporalidad de los procesos vitales de todo lo que me rodea. Yo, instantánea chispa de vida, tratando de abarcar con mi mente casi la eternidad.

Ahora un misterioso halo de magia se desplaza por la quietud de la clara penumbra: el hechizo de las noches en las que el silencio suena. Se oye.

Ni pájaros, ni grillos, ni árboles, ni viento. Solamente esa especie de silbido continuado y susurrante, pero de intensidad aguda y plena, que parece llenar la cabeza recordándote que existe sin estar; aunque siempre está.

Que puede llenar la vida, pero en la de todos los días los sonidos de otras vidas no dejan escucharlo.

Aquí nada lo puede acallar.