Confieso que me habría gustado estar en París aquel 9 de mayo de 1968, cuando Daniel Cohn-Bendit se dirigió a la multitud para decirle a Louis Aragon las palabras que cayeron como una losa sobre los adoquines del bulevar Saint-Michel, en presencia, cuentan algunos testigos, de un millón de estudiantes en las inmediaciones de la Sorbona. «¡Muy bien! ¡Estás con nosotros, pero antes de que nosotros estemos contigo, responde de tu pasado! Cantaste "Hurra los Urales" cuando millones y millones de soviéticos estaban siendo deportados y exterminados. Explica, por tanto, tus elegías a la gloria de Stalin. No tienes derecho a equivocarte otra vez». El anciano stalinista, que desde el surrealismo había dado un paso atrás o, mejor dicho, adelante para ponerse en favor de la revolución estudiantil, se quedó callado e inmediatamente se retiró. «¡Aragon, hay sangre sobre tus cabellos blancos!», terminó Dani el Rojo.

El Mayo francés rompía con el comunismo de manera pública -«debajo del pavimento está la playa»-, pero las palabras del líder estudiantil chocaban contra las pancartas trotskistas y maoístas y la figura del Che Guevara, presentes en la iconografía de la subversión. Es más, acto seguido se desató la mayor huelga obrera de la Historia de Francia y una de las más concurridas del mundo. La vida nacional se paralizó entre el 15 y el 30 de mayo. El Carnaval de los estudiantes, que había comenzado el día 13, dio paso a las mayores manifestaciones obreras que se recuerdan en las últimas décadas.

Todo lo sucedido en mayo de 1968 es, desde el punto de vista interpretativo, de una gran confusión. En Francia se rebelaban los estudiantes y los obreros frente al General. Georges Pompidou, sobrepasado por los acontecimientos, entendió desde un principio que el apaciguamiento sería la gran solución para frenar el desorden en las calles. En una carta dirigida a Raymond Aron, el primer ministro reconoce que no había ninguna posibilidad de detener el proceso y que si se retiró a una segunda posición era porque resultaba imposible defender la primera. «¿Puede usted creer que una caravana de unas quinientas mil personas que iría desde la República a Denfert (Denfert Rochereau) no daría rodeo hasta la Sorbona, custodiada por la Guardia Republicana? ¿Quién ha podido impedir alguna vez a una muchedumbre de esa magnitud penetrar en un local como la Sorbona? Ni siquiera el Ejército habría bastado para ello, y, además, ¿quién habría ordenado a los soldados abrir fuego contra semejante multitud?».

Efectivamente, la Francia burguesa de la libertad no podía abrir fuego contra millares de estudiantes y activistas de la izquierda, teniendo en cuenta, además, a la opinión pública. Eso sí podía ocurrir, en cambio, y así sucedió, en México, durante la revuelta de Tlatelolco, que acabó en una matanza, en vísperas de los Juegos Olímpicos. Ni Francia era México, ni Pompidou Díaz Ordaz, aquel presidente con cara de conejo que decía de los estudiantes que estaban manejados por «profetas de la destrucción».

Mayo, aquel mayo que ahora se celebra en este mes de 2008 de los aniversarios sonados, fue un tiempo de convulsión por el que asomaron distintas reivindicaciones sobre un fondo de protesta con dibujos contrapuestos.

En Praga, por poner un ejemplo, la revolución de la primavera fue muy distinta, siempre de acuerdo a las verdaderas necesidades, no a la plástica. Se pedían libertades democráticas, sin tener en cuenta la utopía o la monserga iconográfica totalitaria. Los tanques soviéticos aplastaron las manifestaciones del pueblo, como recordaba, no hace mucho, Antonio Muñoz Molina, mientras los estudiantes parisinos, la mayoría hijos de papá, disfrutaban ya de sus vacaciones.

Efectivamente, la revolución estaba en las calles de Praga, donde el totalitarismo aniquilaba, una vez más, los sueños de libertad, o en Memphis, adonde acudió Martin Luther King por última vez y fue tiroteado a muerte. No en el París de las consignas imaginativas de las pintadas, que hemos guardado los progres de otros tiempos en el recuerdo o en un póster.

No existía una réplica burguesa en Francia a esa revolución plástica de las consignas, ni siquiera a la paralización del país por las huelgas salvajes, excepto las intervenciones esporádicas de la Guardia Republicana para mantener un mínimo orden o las manifestaciones encabezadas por André Malraux en apoyo a De Gaulle. Eso era lo que había en ese año de las revoluciones en marcha, sobre el que se han escrito tantas cosas e imaginado muchas más.